martes, 29 de septiembre de 2015

EL SEÑOR DEL REBOZO



En la calle de República de Argentina, en la Ciudad de México, se encuentra situado un convento dominico, atrás de lo que fuera el Templo de Santa Catalina de Siena, fundado, en el siglo XVI. Por tres mujeres muy ricas y religiosas a las que apodaban Las Felipas.

Poco a poco, el convento recibió mujeres que deseaban volverse monjas en la advocación de Santa maría de Siena. Cuando se entraba al Templo a la derecha se encontraba un Cristo de madera, cuya autoría se desconocía.

Era una escultura grande que representaba a un Cristo muy triste, muy pálido, con grandes llagas sangrantes y escurriendo sangre de las heridas producidas por su corona de espinas. Todo él movía a lástima y piedad.

Severa de Gracida y Álvarez, joven devota que llegó al convento como novicia y que se convirtiera al profesar en Sor Severa de Santo Domingo, desde el principio mostró una enorme veneración por el dicho Cristo.

Cada vez que acudía al Templo de Santa Catalina, le rezaba fervorosamente a la imagen del Redentor, quien cada día le parecía a Sor Severa más triste, más sangrante y más sufriente.

Conforma pasaban los años, la veneración de la monja por el Señor aumentaba; cada día le rezaba más y con más fervor, si esto era posible.

Treinta y dos años después de entrar en el convento, Sor Severa se volvió vieja, enfermiza y achacosa, circunstancias que en vez de disminuir su adoración por el Cristo la aumentaron considerablemente.

Una noche en que el tiempo estaba espantoso, lluvioso y con mucho viento que se colaba por las rendijas de puertas y puertezuelas, Sor Severa tiritaba de frío y malestar, pues se encontraba muy enferma.

En medio de su terrible malestar, la monja se acordó del Cristo y quiso ir a cubrirlo para protegerlo del húmedo frío.

Trató de levantarse de su catre, pero el vendaval arreció. En esos momentos se oyó que tocaban a la celda de Sor Severa, como pudo y casi arrastrándose, la monja acudió a abrir, y se encontró con un mendigo haraposo que pedía un poco de pan y cobijo.

Sor Severa, compadecida, tomó un trozo de la hogaza que se encontraba en su mesita, lo mojó en aceite de olivo, tomó un rebozo de su baúl, y se los dio al mendigo que tan desprotegido estaba.

Al otro día, la caritativa monja moría, la Madre Superiora encontró el cadáver en su catre y un olor a rosas que se esparcía por toda la celda: el olor a santidad. Su rostro, viejo y enjuto, presentaba una sonrisa llena de paz y bondad.

Cuando la Madre Superiora y las demás monjas acudieron al Templo, vieron la imagen del Santo Cristo cubierta por el mismo rebozo que Sor Severa habíale regalado al pobre mendigo.

Desde entonces, considerando tal hecho como un milagro, a la imagen se la bautizó con el nombre de El Señor del Rebozo. Muchos años se veneró a esta imagen, hasta que el templo se convirtió en una biblioteca.

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