martes, 3 de noviembre de 2015

LA BAILADORA DEL MALIGNO



De esta leyenda existen algunas variantes transmitidas por distintas generaciones. Por ejemplo, la maestra Aida Varela es autora del relato Un encuentro Inesperado. Yo únicamente entrelacé testimonios orales de un hecho que transcurrió lejano a nosotros. Algo circunstancial y fantástico.

Tradicionalmente en los casinos Español. Filarmónicos, Victorense y Salones Alianza cada sábado se celebraran animados bailes que en las décadas de los cuarenta y cincuenta eran una de las principales fuentes de diversión en Ciudad Victoria, con la presencia de muchachas casaderas.

La fiesta que voy a referir sucedió en el salón de la Sociedad Mutualista de la Colonia Mainero, fundada a finales del siglo XIX. Marielena llegó al baile en compañía de unas amigas, quienes tuvieron que hacer hasta lo imposible para que aceptara la invitación. Ella era secretaria en una oficina de gobierno, y no obstante que trabajaba de lunes a viernes prefería quedarse en su casa los fines de semana, al amparo de actividades domésticas, sin doblegarse a los placeres que ella calificaba mundanos. Pero esta ocasión decidió romper la rutina.

Apenas entraron al salón, algunas miradas indiscretas voltearon hacia ellas, quienes se sintieron extrañas en un ambiente de pleno apogeo y jolgorio, donde los bailadores se movían al ritmo de las melodías de la orquesta Los Gatos Negros  de Tampico.

No tuvieron problemas para encontrar lugar donde ubicarse, trasladándose junto ala pared donde los organizadores habían colocado una hilera de sillas. Las cuatro se sentaron entre  risas y cuchicheos. Marielena vestía falda amarilla con blusa del mismo color pero en tono más bajo, que la distinguía del resto del grupo. Por tal motivo acaparó la atención de algunos pretendientes que se acercaron a solicitarle los acompañara a la pista de baile, pero ella se negó una y otra vez inventando cualquier pretexto. “No me gusta la orquesta… mejor espero a que toquen los Príncipes del Swing de Rudy Valera”… “No sé bailar música tropical”. Argumentaba a cada momento cuando algún caballero se le acercaba con pretensiones de invitarla a la pista.

De pronto, bajo el marco de la puerta apareció un hombre elegantemente vestido con traje oscuro, camisa de seda, sombrero de bombín y zapatos negros de charol. Su aspecto era diferente al resto de los muchachos de clase media. Estaba solo y sonreía con éxtasis, luciendo en su chaleco un fistolillo de oro. Varias de las jóvenes adivinaron inmediatamente que se trataba de un hombre adinerado en busca de pareja.

Mientras los músicos de Rudy iniciaban los primeros compases del danzón Nereidas, el personaje recorrió con su mirada aquél el sitio hasta encontrar a Marielena, y enseguida se dirigió galantemente a ella. A poca distancia clavó sus ojos en la dama y con voz dulce, lenta y cadenciosa, extendiéndole su mano la invitó  a bailar.

A ella le pareció raro que el desconocido usara guantes blancos, y después  de aceptar la invitación, en pleno baile le preguntó:

-“¿Por qué usa guantes en este clima tan caluroso?”-

-“Es para no dañar su piel de terciopelo señorita…”- respondió maliciosamente.

Aquél halago a su vanidad, provocó un ligero escalofrío en todo su cuerpo, y sin pensarlo se acercó al bailador, quien con más confianza apretaba su cintura. Al otro extremo, sus amigas veían la escena, imaginando un cuento de hadas.

A ese danzón siguieron boleros, chachachá y pasodobles, los que se repitieron aquella noche hasta que los filarmónicos marcaron el final del entretenimiento. Entonces Marielena preguntó la hora a su compañero, y éste, sin quitarse el guante miró el reloj y dijo: “Sólo unos minutos… y serán las dos de la mañana”.

La noche lucía con una singular pureza, cuando el grupo decidió salir a la calle para dirigirse a sus casas. A pesar del cielo despejado, apenas se veían algunas estrellas que iluminaban plácidamente el panorama celestial victorense.

En medio del inevitable desvelo, el caballero ofreció acompañarlas hasta su hogar. Ellas aceptaron temiendo que les pudiera pasar algo pues iban solas.

Caminaron algunas cuadras hasta llegar al puente del río San Marcos. En sus raquíticas aguas se balanceaban las ramas de los sabinos, y se podía respirar la humedad o escuchar claramente la corriente del agua que bajaba desde el cañón de la Sierra Madre. 

De pronto el hombre se  detuvo ante Marielena y el resto del grupo se adelantó un poco para no interrumpir el romance. Luego en tono de disculpa el misterioso caballero le dijo que lamentablemente tenía que despedirse para atender un asunto urgente. Ella lo miró a los ojos y adivinó en su rostro algo inusual, mientras el espacio se fue cubriendo de neblina, haciendo la noche más pesada. El se acercó con ansias indefinibles a Marielena, se despojó de sus guantes y en ese instante la apretó en sus brazos, mientras la besaba piadosamente en la boca, preparando su retiro.

Aturdida, como si hubiera despertado de un pesado sueño no logró percatarse cuando su galán desapareció inexplicablemente en la penumbra, sin dejar rastro. Asustada corrió al encuentro de sus amigas, quienes impacientes le hacían preguntas sobre el enigmático personaje, pero les comentó que se sentía un poco mareada.

Al oír las voces femeninas, un velador que caminaba por la acera de enfrente se acercó al grupo, iluminando con una lámpara el rostro de Marielena, quien estaba a punto de desfallecer. En sus labios, manos, espalda y hombros aparecían huellas de sangre, como si le hubieran desgarrado su piel con uñas afiladas. El guardián sacó de la bolsa de su pantalón un pañuelo  y lo empapó de mezcal colocándolo en su nariz, hasta que Marielena recuperó el conocimiento. Luego las condujo al sitio donde se había despedido del extraño ser.

En el lugar localizaron un montón de ropa negra y unos guantes. Cuando removieron las prendas percibieron en el ambiente un inconfundible olor a azufre, además localizaron una pata de gallo con algunas plumas chamuscadas.

Horas más tarde la noticia corrió de boca en boca, y encabezó los titulares  del periódico El Gallito de don Lucio Mancha. Se hablaba de apariciones diabólicas y hechos sobrenaturales que los familiares de Marielena tenían que desmentir a curiosos e impertinentes.

Platican que sus desesperados padres no soportaron las habladurías de la gente, y para evitar mayores males para su hija, acordaron mudarse a otra ciudad, lejos de todo comentario relacionado con espantos y sustos.

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