domingo, 10 de enero de 2016

EL PUENTE DE LOS PERROS



No viene al caso señalar los defectos de los campechanos, que son muchos, como corresponde a toda comunidad tropical heredera de una tradición que le permite vivir a costa del recuerdo; pero tampoco está de más mencionar que los alegres descendientes de una pintoresca mezcla de indígenas, comerciantes y piratas cultivan algunas virtudes singulares que, en el plano político, les han proporcionado siempre una estabilidad envidiable.
Efectivamente, lo que en otros lugares se resuelve por medio de conflictos sangrientos, porque nadie está dispuesto a que su gremio sea humillado –y de las discusiones se pasa a las trompadas y a los garrotazos-, en Campeche se trueca en un mimetismo que ya quisiera para su coleto el más consumado camaleón. Y es así como, en tiempo de colonias, los porteños eran peninsularistas, y hasta los caballos pertenecían al partido español; en la época de la efervescencia insurgente, eran casi rebeldes; bajo la República, republicanos; durante el efímero imperio de Iturbide, monárquicos; y, cuando se enteraron de que la estrella del futuro Su Alteza Serenísima empezaba a fulgurar, se declararon satanistas. Esto último no obsta para que, en 1830, y para evitar fricciones innecesarias y tópicos mal entendidos, los campechanos fuesen paulistas; por aquello de que el comandante militar de la plaza, cuñado del esforzado caudillo veracruzano, se llamaba Francisco de Paula Toro, y porque sonaba más eufónico ese término que el de toristas.
Don Pancho, en su calidad de jefe castrense de Campeche, no se sabe si poseía atribuciones administrativas propias del poder civil o se las tomaba por su cuenta; pero el hecho es que compartía la autoridad con el gobernador Don José Segundo Carvajal quien, nada celoso de los militares, prefería dejar a Don Francisco actuar, toda vez que el coronel se distinguía por su espíritu de progreso. Pues bien, quizá procurando la ventura de los campechanos, o por dar satisfacción a los deseos de su mujer, la virtuosa Doña Mercedes López de Santa Anna de Paula Toro, que gustaba de los paseos dominicales en el campo, hete que el comandante dispuso un día construir un puente sobre el canal de desagüe del suburbio de Santa Ana, vecindad a la que Doña Mechita le tenía particular afecto nacido probablemente de la homonimia.
Recibió el encargo de realizar la obra el afamado alarife Don José de la Luz Solís, que fue también al arquitecto de la Alameda; y en pocos meses, gracias al empeño y la diligencia del experto maestro, el puente quedó casi listo.
Como se anotó Doña Mercedes era aficionada a pasear por la campiña; y en cierto ocasión llegó, en compañía de su marido, a inspeccionar los trabajos del puente. La señora se mostró entusiasmada con la mejora material, y creyó prudente comentar que, además de que sería de indudable beneficio para los habitantes del barrio, a ella le serviría de viaducto para disfrutar de un acogedor rincón de descanso en medio del monte.
Examinando lo contraído, atrajeron su atención los cuatro extremos en que el puente remataba, por lo que preguntó al alarife: -¿Quiere usted decirme, Don Pepe, para qué son los remates del puente? 
-Tengo instrucciones de mi coronel aquí presente –contestó el aludido-, de colocar sobre los remates cuatro hermosos pebeteros, que han pedido a México y se encuentran ya en camino, y que simbolizarán respectivamente el fuego inextinguible de la ciencia, del arte, del pensamiento y del amor.
Después de oír tales palabras, la señora de Torno no preguntó más, pero guardó un silencio reflexivo.
Transcurridos algunos días doña Mercedes, acompañada de un aya, se apeó de su carruaje frente al puente en ejecución, y tras ella bajo un mocetón que a duras penas sostenía una traílla a la que estaban sujetos dos magníficos e imponentes mastines.
Dirigiéndose a Don José de la Luz, la primera dama interrogó: -¿Qué le parecería las estatuas de Aníbal y Alejandro para rematar el puente? 
A lo que respondió Don José: -Señora, creo que serían unos remates admirables; y, por otra parte, estarían acordes con la profesión de mi coronel, ya que tan augustos personajes fueron grandes guerreros. 
Dijo Doña Mechita: -No me he explicado claramente, Don Pepe; yo no estoy hablando de esos conquistadores franceses, Doña Mechita no era muy versada en historia universal sino de perros, los que ve usted aquí; ¿no cree que quedarían soberbios como remates del puente? 
Aunque cortesano, el señor Solís, que comprendió la intención de la de Toro, se atrevió a replicar: -¡Pero, Doña Merceditas! ¡No pretenderá usted que se modifique el proyecto de mi coronel! ¡El ha dicho que los pebeteros adornarán el puente, y que serán el símbolo de la constante aspiración de los campechanos, no importa que sean de este barrio, hacia lo alto! ¡Además, los pebeteros llegarán en el próximo barco! 
-Mire usted, Don Pepe –repuso Doña Mercedes-,  yo respeto mucho a mi esposo y sus ideas, pero también adoro a mis perros; y se me ha ocurrido que especímenes de raza tan pura y majestuosa como Aníbal y Alejandro deben pasar a la posteridad, y nada mejor para ello que aprovechar los remates del puente. 
Y agregó: -Le ruego, y conste que no acostumbro hacerlo, que en lugar del proyecto original, usted que es un escultor consagrado, se ocupe de modelar cuatro figuras de mis mastines en actitud de ladrar, para que, ya puestos en su sitio, ejerzan la vigilancia permanente de la ciudad. Estoy segura de que de sus hábiles manos saldrán los perros más bellos que jamás ha esculpido ningún artista!
Halagado por haber sido ascendido de albañil a escultor, Don José de la Luz ya no respingó, y prometió a Doña Mercedes que atendería su súplica.
Ganada la escaramuza por el lado del obrero, la dama se encaminó a ver a sí consorte; y ya de frente a él le dijo estas palabras, después de haber preparado con un cariñoso beso: -Panchito, hoy recibí carta de mi hermano Toño, y me ha recomendado que yo te salude con un fuerte abrazo. De esas cosas de política que no entiendo, dice que pronto substituirá al general Bustamante éste era, en 1830, el Presidente de la República, y que yo te lo informe. Y también preguntó por Aníbal y Alejandro, los que, recordarás, él me obsequió; y me dice que le agradaría especialmente que se pusieran esfinges de los mastines en el puente en construcción. 
Don Francisco: -¡Mechota, querida mía, no faltaba más! No era necesario que le hablaras a Antonio del puente; basta que tu voluntad sea que las estatuas de tus perros se coloquen allí para que se cumpla tu deseo; y así se hará. Pensándolo bien, serán más artísticos los canes como remates del puente que los pebeteros. ¡Ah! Y cuando le escribas a tu hermano, dile que no se olvide de nosotros.
En esa forma, Aníbal y Alejandro, reproducidas por partida doble, quedaron perpetuados en piedra en el puente del cuento; aunque no salieron imponentes de la mano del escultor; ni su actitud se antoja de ladrido vigilante sino de lúgubre lamento causado por la visión de un alma en pena.
El puente fue inaugurado con el nombre de Puente de la Merced, según una placa conmemorativa en la que se lee la siguiente inscripción: “Año de MDCCCXXX. Se construyó este puente con el título de la Merced de Santa Ana, bajo la dirección del Alarife D. José de la Luz Solís”
El gobernador Carvajal mandó poner otra placa en el ya desde entonces llamado Puente de los Perros, con la siguiente leyenda: “MDCCCXXX. Se hizo por disposición del Señor coronel C. Francisco Toro, habiendo contribuido en unión de todo el partido, esta benemérita guarnición gratuitamente a su construcción y la de la alameda. A pueblos tan virtuosos militares tan recomendable, José Segundo Carvajal reconocido, dedica este documento”



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