martes, 16 de febrero de 2016

EL TÍO MIGUEL



Cuando yo tuve a mi tercer hijo, que fue hija, me puse muy grave, tan grave que el doctor Luis López me dijo que me fuera yo a su casa, porque no podía estar viniendo tan seguido a la mía. Mi esposo y yo aceptamos y nos fuimos a su casa. Una noche me sentía muy mal, grave, tanto que el doctor ya le había dicho a mi esposo que no le daba ninguna esperanza de que me salvara -después de mucho tiempo me enteré que ellos sabían que no tenía remedio- 

Esa noche que me sentía tan mal, no podía dormirme por la temperatura y por los dolores. Todo estaba en penumbra, nada más la luz del poste de la calle llegaba a la recámara. 

Entonces vi a una persona que se asomaba por el cristal, pero no podía entrar, se asomaba y se asomaba y no podía entrar. Yo, por la angustia y la temperatura tan alta que tenía no podía hablar. Al otro día, le dije a Alma Gloria, la esposa del doctor Luis:

–Fíjate que anoche vino un señor y quería entrar, pero yo no le pude abrir ni te pude hablar.

–No, no te preocupes, han de haber sido los pañales colgados en el patio que se movían.

Entonces yo dije:

–Sí, han de haber sido los pañales.

A la siguiente noche me dijo Alma Gloria:

–Te voy a dejar la puerta abierta porque hace mucho calor.

Esa noche apareció la misma persona que la vez anterior. Vino y sí pudo entrar. Se acercó hasta mi cama y me tocó la cabeza, me hizo cariños en la cabeza, y me dijo:

–Te vas a aliviar…

Al otro día Alma Gloria me puso el termómetro y le dijo a Luis:

–Oye Luis, no tiene temperatura.

–A ver, déjame ver, le contestó  el doctor.

Me volvieron a poner el termómetro y yo no tenía nada de temperatura. Ese día comí muy bien, me pasó toda la comida que me dieron. Comí bien y todo. Cuando regresó el doctor en la tarde preguntó:

–¿Cómo siguió?

–Fíjate que comió muy bien.

–Mañana quiero que vayas al consultorio para hacerte un examen general, me dijo

–Sí, le contesté.

Cuando me revisó al otro día yo estaba perfectamente bien, todo bien. Yo no dije nada del señor, porque no fueran a decir que habían sido los pañales. Pasó el tiempo, digamos un año o año y medio, cuando en una ocasión estábamos escombrando el ropero de Lolita, mi suegra, y encontramos un retrato.

–¡Lolita, Lolita, éste es el señor que vi en la casa de Alma Gloria.

–¡Ay, no le hagas, si es el tío Miguel, y tiene más de treinta años que está muerto!

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