Pues, señor, había en Campeche, en la
época en que se construían las murallas, un espadachín de nombre Cosme de
Santa clara. Este caballero, miembro de una familia pudiente de la población,
tenía fama de terrible. Y he aquí por qué lo era.
Ocurría entonces, como ocurre hoy y continuará ocurriendo siempre, que los
hijos de familias pudientes se marchaban a estudiar al extranjero, que para
nuestros abuelos era España.
Y como los padres de Cosme podían lo
enviaron a España a educarse. El mimado jovenzuelo, por supuesto, no estudió ni
por asomo, y en la nación de Cervantes se dedicó a los menesteres a que se
dedican los golfos que huyen de su país en busca de cierta cultura: la vagancia
y la mala vida.
Y aunque se llenó de vicios, también
adquirió una espada que le robó a un compañero de aventuras. Y cuando el
malandrín le fue imposible ya sostenerse en Iberia, regresó a su puerto natal,
con la espada al cinto.
Cómo engañó
Cosme a sus progenitores en lo que toca a su estancia en España. O cómo ellos
quizá le perdonaron su barrabasada al hijo de sus entrañas, no lo consigna la
historia ni es material del presente capítulo.
Pero lo que sí trascendió y pertenece
a este veraz relato es que, ya en Campeche, el estudiante fracasado paseaba por
todas partes con la espada.
El matasiete, naturalmente, no conocía
la esgrima ni siquiera por los libros, que nunca leyó; pero como era nido de
embustes, no se le dificultó convencer a los crédulos campechanos que él era un
experto esgrimista.
Y Don Cosme de Santaclara se convirtió
en un personaje de leyenda. Se hablaba de que en Europa se instruyó con los
grandes maestros del florete, y que en diversos certámenes había puesto la
muestra a los europeos de lo que son capaces los americanos con una espada en
las manos.
No dejó Cosme
de capitalizar la estimación y el respeto que por él sentían los
bienintencionados porteños. Y de sus falsas dotes de espadachín unió las de
Casanova. Y muchos maridos de la ya casi urbe intramuros tenían que hacerse de
la vista gorda cuando se topaban inopinadamente en su casa con el de
Santa clara, en compañía de su consorte por añadidura, pues pensaban para sus
adentros que es mejor ser marido burlado, pero vivo, que un digno reivindicador
de la honra de su cara mitad, pero difunto.
Y Cosme recorría las alcobas de la
próximamente murada fortaleza como un emir su harem.
Extramuros, entre la floresta que crecía en esos tiempos en los alrededores,
habitaba una familia de campesinos que tenían por hija a una beldad. Esta
belleza, a la que llamaremos Irene, estaba comprometida para casarse con un
zagal de nombre José.
Pero quiso que
un día, respirando el aire puro de las afueras, Cosme recalase por el rumbo donde
se levantaba la vivienda de Irene, y que la bella se hallase a la puerta de su
cabaña contemplando el horizonte. Y descubrir Cosme a la muchacha y prenderse
de ella fue todo una misma cosa.
El galán
empezó a asediar a Irene. Pero la joven, que, como mujer de pueblo, valoraba el
honor femenino como si fuera joya preciosa y además le profesaba un sincero
cariño a su prometido, puso a éste al tanto de lo que acontecía. José, que era
de genio violento, quiso arrebatar un machete para enfrentarse al insolente.
Más Irene, preocupada por su futuro
compañero de penas y alegrías con cuerdos razonamientos lo persuadió a emplear
la circunspección porque Cosme, como todo el mundo afirmaba, era el mejor
espada de cien leguas a la redonda, de manera que daría buena cuenta de un
infeliz machetero. –Eso sí –dijo la eva-, procura reclamarle su conducta
para que no crea que yo me rendiré a él, y así ya no me importune más.
José esperó a
Cosme en su ronda diaria por el predio de Irene. Y habiéndole identificado, le
salió al paso, dirigiéndose a él con estas palabras: -Señor de Santa clara,
discúlpeme usted, pero quiero suplicarle que no siga molestando a mi novia.
-¿Qué decís, campesino?-, respondió
Cosme, que se las daba de elegante y perito en el uso de la lengua al estilo de
la Madre Patria.
-Que mi novia me ha dicho que usted la
pretende, y le pido que la deje en paz-, replicó José algo amoscado.
Entonces Cosme, irguiéndose en su
vanidad de conquistador y empuñando el pomo de su espalda, exclamó:
-¡Alto ahí, palurdo! ¿Cómo os atrevéis
a insultarme? ¿No sabéis quién soy? ¡No ha nacido todavía el que me prohíba
hacer lo que me venga en gana! ¡Irene será para mí i no sois vos quien ha de
impedírmelo! ¡Y quitaos de mi presencia antes de que yo pierda la paciencia!
José no pudo
contenerse más y se arrojó sobre el petimetre; pero éste lo esquivó, y el
campesino que, según se entiende, no era ningún cobarde, dio con sus huesos en
la tierra.
No se había incorporado aún cuando
sintió sobre sus costillas la fría punta de la espada, y oyó a Cosme gritar:
-¡No intentéis moveros o sois hombre
muerto! ¡De que no sois de mi alcurnia, os brindaré la oportunidad de
defenderos en el campo de honor!.
Esto diciendo,
le propinó al caído una bofetada y agregó: -¡Os guardaré mañana antes del alba,
con vuestros padrinos, en la explanada de San Juan!
Y contoneándose como un campeón
olímpico, se alejo de allí.
Inútil es
declarar que José, iracundo y humillado, debería mataros al momento por vuestra
osadía, pero aun experimentó el impulso irresistible de alcanzar al pisaverde y
cobrársela; pero el amor a la vida y a Irene le aconsejó prudencia; y también
el recuerdo de la helada punta de la espada.
Al siguiente
día, a la hora fijada, apareció José en la explanada de San Juan flaqueando por
otros dos labradores, fornidos gañanes, que fungirían como padrinos.
Cosme, que esperaba hacía rato en el
lugar del duelo, al ver a José comentó despectivamente:
-¡Ajá, por fin llegáis! No niego que
sois valiente, a pesar de comprender que dentro de algunos minutos seréis ya
cadáver. Y me place que vuestros padrinos sean de vuestra calaña. ¡Ea, pues, a
lo que hemos venido! ¡Porque tengo una cita con Irene después de que os
atraviese el corazón!-
Los padrinos
procedieron al examen de las armas que los contendientes usarían en el
encuentro; y luego de que Santaclara exhibió con aspavientos y frases de
suficiencia su brillante y hermosa espada, reparando por primera vez en que el
montuno no portaba ni puñal, preguntó:
-¿Y con qué combatiréis, pobre diablo?
-¡Con esto!-, repuso José, al tiempo
que, abriendo una caja que le ofreció uno de los padrinos, extraía de ella un
imponente garrote. Y no repuesto aún de la sorpresa, Cosme recibió un garrotazo
inicial. Y detrás cuarenta más. Y, como ya sospechaba el lector, la espada no
le sirvió al espadachín para nada, porque la verdad es que ignoraba
completamente como manipularla.
Al mirar a su
ahijado en estado parecido al de Don Quijote tras el tratamiento que le
propinaron los cabreros, los padrinos de Cosme quisieron ir en su auxilio.
Pero entraron en escena los padrinos
de José y, armados también con garrotes, arremetieron contra los socorristas,
que, no deseando sufrir el destino del Don Juan, emprendieron veloz carrera a
todo lo que daban sus piernas para conjurar el peligro.
Varios meses
estuvo Cosme pagando el precio de su bravuconería imposibilitado para caminar.
Y cuando, ya algo recuperado, comenzó
a sentarse a la entrada de su casa para tonificarse con la luz del sol, un día
fue visitado por un grupo de maridos ofendidos que, informados del castigo que
le obsequió José, y ya seguros de el embaucador era solo un fanfarrón
aprovechado, le administraron otra tupida paliza.
Y como el número de los esposos
burlados no era escaso, no transcurría semana sin que el Casanova desacreditado
recibiese su tunda reglamentaria.
Hasta que sus padres, que conocían la
piel del hijo que Dios les había mandado, lo remitieron de nuevo a España para
salvarle su perra existencia y para que, ahora si, se dedicara a estudiar.
Y así terminó
el episodio de la explanada de San Juan, en el siglo glorioso en que se
erigieron las inexpugnables murallas de la muy noble y leal ciudad de San
Francisco de Campeche.