lunes, 3 de diciembre de 2018

COMO SE HUNDIÓ EL PUENTE




Después de “la matanza del Templo Mayor” dirigida por Pedro de Alvarado, en ausencia de Cortés, y ante la respuesta militar de los mexicas, los hispanos fueron recluidos en las casas de Axayácatl. Cuando Cortés regresa se encuentra con el Gran Teocalli destruido; a la muerte de Moctezuma, en manos del propio Cortés, los españoles inician la retirada.
Fue a la media noche del 30 de junio de 1520. La obscuridad era profunda y fuerte aguacero caía. La columna de retirada comenzó a salir del cuartel de los españoles, que había sido casa de Axayácatl. Marchaban a la vanguardia Gonzalo de Sandoval, acompañado de doscientos infantes y veinte caballos. En medio, rigiendo la batalla, iban Cortés, los soldados, los cañones, las mujeres del ejército, las sirvientas y mancebas, todos defendidos por treinta españoles y trescientos aliados. La retaguardia venia a las órdenes de Pedro de Alvarado y de Juan Velázquez de León; estaba integrada por un competente número de peones y un pelotón de caballería.
Tan extraña comitiva, semejante a una negra serpiente, atravesó en silencio pavoroso la calzada de Tlacopan.
Llovía a torrentes, y el piso estaba lleno de lodo y encharcado. A las dificultades del terreno se unía el peso de las armas y los tesoros con que la codicia había cargado a los conquistadores. Se llegó a la primera cortadura, situada en la esquina de lo que después fue Santa Isabel, y colocado el puente, se hundió bajo el peso formidable de aquella multitud.
En un instante, los que huían se encontraron acometidos por todas partes. La lucha comenzó en medio de negrísimas tinieblas, y a la luz de los relámpagos se podían ver millares de canoas henchidas de guerreros, a la vez que se escuchaba el lúgubre sonido del caracol sagrado, que allá en el Teocalli mayor convocaba a la guerra.
Parte del ejército fugitivo de castellanos y aliados aceleró el paso y logró atravesar el puente; pero la otra quedó incomunicada. Entonces cundió el pánico, reinó el desorden; todos gritaban, todos combatían y cada cual trataba de ponerse a salvo.
Frente a lo que es, hoy en día, San Hipólito, en la segunda cortadura, muchos pasaron por infinidad de cadáveres que habían obstruido el foso. Silbaban las flechas disparadas por los arcos, caían piedras de las azoteas y resbalaban los caballos en el lodo o bajo el golpe mortal de las macanas. Las espadas chocaban contra los escudos, las lanzas abrían hondas heridas, la artillería no funcionaba y la pólvora de los mosquetes, humedecida por la lluvia torrencial, no daba fuego.
En la tercera cortadura (junto al Tívoli del Eliseo del siglo XIX), hoy San Cosme, la derrota de los castellanos fue completa: por las acequias surcaban victoriosas las canoas de los valientes defensores de la patria.
En aquel momento, Pedro de Alvarado aparece. Su yegua alazana ha caído muerta. Viene a pie, solo, cubierto de barro, chorreando de sangre y defendiéndose hasta la desesperación de sus perseguidores. Encuentra una lanza y, haciendo un gran esfuerzo, dándose todo el impulso de que era capaz su fuerza física, apoyándose en la recia vara del lanzón, saltó al otro lado. Montó en las ancas del caballo de un tal Gamboa y se puso a salvo de las tropas enfurecidas que comandaban Cuauhtémoc y Cuitláhuac.


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