domingo, 8 de marzo de 2015

MICTLAN, EL INFRAMUNDO DE LOS MEXICAS



Cuentan los abuelos que los mexicas llamaban Mictlan al Inframundo, al lugar donde iban las almas de los muertos.

En el Mictlan reinaban el dios Mictlantecuhtli y su esposa Mictlancíhuatl.

Ambas deidades llevaban máscaras hechas de cráneos humanos.

El dios tenía el pelo encrespado, los ojos en forma de estrella, adornos cónicos de papel en la frente y la nuca, en las manos enarbolaba una bandera y una estola de papel amate blanco, y orejeras hechas con huesos humanos.

El alimento de Mictlantecuhtli y su esposa, consistía en pies y manos crudos, pinacates, escarabajo de la peste, atole, y pus que bebían en una calota. También gustaban de comer tamales pedorros, cuyos flatos provenían de los pinacates.

Mictlantecuhtli contaba con varios fieles servidores llamados mictecah. Ellos se encargaban de recibir al Sol de manos de las mocihuaquetque -mujeres muertas en su primer parto- para conducirlo en su camino por el Inframundo cuando caía la noche en la Tierra.

Los mictecah eran almas que habían adoptado la forma de alacranes y arañas, animales temidos por los mexicas ya que anunciaban fatales enfermedades.

Al Mictlan llegaban las almas de aquellos que habían tenido una muerte común y corriente como la causada por alguna enfermedad, sin distinción de rango ni fortuna, y las almas de los esclavos aunque hubiesen muerto sacrificados en la fiesta dedicada a Huitzilopochtli, Dios de la guerra y patrono de la ciudad de México-Tenochtitlán.

Solamente los guerreros muertos en batalla, las mujeres que perdían la vida durante el trabajo de parto, y aquellos muertos a causa de una enfermedad relacionada con el agua, estaban exentos de terminar en el Mictlan. 
A los difuntos se les dedicaba un largo discurso en su lecho de muerte.

Una vez finalizado, se procedía a arreglar al cadáver.

Estas tareas correspondías a los ancianos  sacerdotes, quienes prestos a ejecutar sus deberes, le envolvían con papeles, le ataban con sogas, y derramaban agua sobre su cabeza. Al terminar el embalsamamiento, los familiares montaban un altar doméstico para colocar la ofrenda mortuoria.

El fuego de la ofrenda al alma del difunto el camino que debía seguir para llegar al Mictlan.

El aroma de las ofrendas y las oraciones de los deudos y sacerdotes, le ayudaban a fortalecerse para arribar con bien a su destino; ya que el viaje hacia el Mictlan duraba cuatro largos años.

El viaje era agotador y agobiante, por eso el alma debía prepararse desde el momento mismo en que el futuro muerto entraba en agonía. Para darle fuerzas se le daba al agonizante una tonificante bebida llamada cuauhnexatolli, una especie de atole hecho con tequixquitl –la piedra mineral sazonadora- que proporcionaba fuerzas al alma.

Cuando el agonizante moría y se le amortajaba y se le preparaba la ofrenda que había de llevar en su mortuorio viaje. 

Consistía la ofrenda en vasos, ollas, cazuelas, contendedores de alimentos, vertederas, urnas funerarias, collares de cuentas de cristal, jadeíta, serpentina, piedras preciosas o semipreciosas, figurillas de dioses y hombres, títeres de barro articulados, sellos, maquetas de recintos sagrados y escenas de la vida cotidiana, papeles, manojos de teas, cañas de perfume, hilo flojo de algodón, hilo colorado, ropas de hombre y mujer, y muchos objetos más destinados a soportar el largo viaje de cuatro años al Mictlan.

Pero sobre todo, era importantísimo llevar los obsequios para el dios Mictlantecuhtli, una vez que se hubiese llegado al más allá. 

Un ser pequeñito e imprescindible debía ser agregado a la ofrenda mortuoria. Sin él  los muertos nunca podrían llegar a su destino.

Se trataba de un perro de pelaje rojizo que llevaba atado al cuello un collar de hilo de algodón, y que respondía al nombre de Xólotl,  dios de los espíritus y señor de la estrella de la tarde, Venus.

Sólo montado encima del can el muerto podía cruzar el río Chiconahuapan.

Antes de llegar al Mictlan, los muertos debían pasar por nueve lugares de muy difícil tránsito, los cuales se encontraban en niveles subterráneos situados hacia el lado norte de la tierra, en los que siempre había un viento frío que arrastraba piedras y plantas espinosas.

El primer nivel al que llegaba el difunto se llamaba Itzcuintlan, el lugar de los perros, ahí  el muerto debía cruzar el río Apanohuayan, el pasadero del agua, con la ayuda del perro Xólotl.

El alma continuaba su camino hasta llegar a Tépetl Monamicyan, el lugar donde los cerros se juntan, donde dos cerros  se movían separándose uno del otro, y se cerraban continuamente para triturar al caminante en caso de no tener el suficiente cuidado.

A continuación  llegaba al Itztépetl, El cerro de obsidiana, cubierto de pedernales filosos a los que había que sortear.

Luego el difunto accedía al Itzehecáyan, El Lugar del Viento de Obsidiana, lleno de nieve con aristas muy cortantes y peligrosas.

El siguiente sitio a salvar era el Pancuecuetlacáyan, el lugar donde tremolan las banderas, en el cual ocho páramos helados cortaban al viandante con terribles y filosos pedernales.

Pasado satisfactoriamente tal sitio, llegaba al Temiminalóyan, el Lugar donde la gente es flechada, pues manos invisibles lanzaban flechas al infeliz difunto.

Más adelante, el difunto encontraba el Teyollocualóyan, el Lugar donde se come el corazón de la gente, pleno de animales salvajes que abrían el pecho del muerto para comerse su corazón, sin el cual caería en un río de profundas aguas negras. Cansado ya de tan terrible viaje, el caminante llegaba al Itzmictlan Apochcalocan, el lugar de la muerte por obsidiana y del templo que humea con agua, donde podía cegarse con una gris neblina y perder el camino correcto.

Por fin, después de hablar pasado por tantos peligros, llegaba al último lugar, al Mictlan, donde el muerto se liberaba de su alma y lograba el descanso deseado y merecido, siempre y cuando hubiera llevado las ofrendas correspondientes para agradar y honrar a Mictlantecuhtli y Mictlancíhuatl.

El Mictlan era un sitio espacioso, oscuro, del cual no se podía salir nunca más.

A veces se le consideraba como un páramo infértil, yermo, donde nunca podía encenderse el fuego, pleno de dolor, sufrimiento, e insoportablemente hediondo. 

En otras ocasiones se  le concebía como lugar  que se iluminaba por las noches, cuando el Sol recorría su camino por el Inframundo y en la Tierra empezaba el crepúsculo.

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