Juanito Malacara, muchachito
totonaca de apenas quince años, era moreno, dulce, bello como la flor de la
vainilla, y estudioso.
Su padre le enseñaba los
secretos de las hierbas para que lo sustituyera cuando hubiese alcanza la
venerable edad de lamentarse.
Juanito estaba muy contento
de llegar a ser tan buen curandero como Tobías, su padre. Había aprendido
bastante e incluso había curado enfermedades ligeras siempre con el concurso de
Tobías.
Un día martes, a las siete
de la mañana, Juanito caminaba por un sendero del monte a la búsqueda de
ciertas planta que necesitaba su padre para sanar una recalcitrante asma.
Andaba muy quitado de la
pena cuando de pronto vio que las matas se movían y de ellas salía la temible
Ahueiactli; en seguida reconoció a la serpiente por su extrema largura, sus
cascabeles en la cola, sus largos colmillos y su color oscuro con el pecho
amarillo y el hocico rojo. Juanito sabía que en el Totonacapan tal serpiente
esperaba agazapada a los caminantes para devorarlos; el chico corrió lleno de
pavor ante tan horripilante sierpe.
La Ahueiactli lo empezó a
seguir a gran velocidad. De pronto, Juanito recordó que llevaba una pelota
hecha de papel en la que guardaba picíetl molido; es decir tabaco, y presto
sacó la bola de su morral y se la arrojó a la serpiente.
El tabaco de la bola se
derramó sobre la Ahueiactli que enseguida se quedó adormecida con el polvo, y
quedó caída a medio camino. Juanito aprovechó y la mató, pues sería muy útil
para algunos propósitos curativos de su padre.
Juanito sabía que el tabaco
narcotiza a la Ahueiactli, y que por eso siempre que se va al campo y a los
caminos se deben llevar pelotas de pícietl o jarritos llenos de polvo de
tabaco, para así, en caso dado, poder salvarse de la mordedura
mortal del monstruo de los caminos: la Ahueiactli.
Mi nombre es Sonia Iglesias y Cabrera y me parece un descaro enorme que haya usted plagiado una leyenda de mi autoría
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