jueves, 23 de mayo de 2019

EL ALTAR DE MUERTOS




En Rancho Nuevo, un antiguo pueblo de la Huasteca Veracruzana, vivía una señora llamada Dominga, muy respetuosa de su marido y de los deberes conyugales. 
Estaba casada con un señor que respondía al nombre de Abundio Saavedra, quien no era muy partidario de seguir las tradiciones y costumbres de su comunidad. 
Ambos eran padres de Irene, una muchacha muy bella a quien no le faltaban enamorados que admirasen sus bellos ojos verdes los cuales destacaban en su piel color miel.
El Día de Muertos el señor le ordenó a su esposa que no pusiese altar de muertos para sus parientes en la casa o en el panteón, porque consideraba que los difuntos no podían regresar a comer absolutamente nada. Al día siguiente cuando se dirigía su milpa a trabajar vio en el cementerio a muchos muertitos que disfrutaban la comida que sus familiares les habían colocado en la ofrenda. Y también observó a un hombre y a una mujer viejos que se retorcían de dolor porque llevaban una vela prendida en la espalda. Cuando se fijó bien se dio cuenta que esa pareja eran sus padres que lo miraban con enojo y reproche ya que no tenían nada que comer en ese día en que los muertos regresan a la Tierra para comerse la esencia de los alimentos que se les ofrendan.
En ese momento el hombre lleno de miedo y de arrepentimiento por su mala acción, dio la media vuelta y se dirigió corriendo a su casa. Cuando llegó llamó a gritos a su mujer y le ordenó que matase a un puerco para hacer unos buenos tamales. Compró cirios. Imágenes y cohetes; alquiló músicos jaraneros para que tocaran al día siguiente en la tumba de sus padres que se encontraban en el Panteón de San Juan. Ya que terminó con los preparativos destinados a sus padres le dijo a Dominga que estaba muy cansado y muy triste, que tenía muchas ganas de llorar y que se iba a dormir porque tenía mucho sueño. Se durmió en un catre que se encontraba en al patio.
Pasadas dos horas, Dominga le dijo a su hija que fuera a traer a su padre, para que cenará chicarrones y tamales que estaban deliciosos. Al llegar la chica al patio y acercarse al catre, vio que su padre estaba muerto, rígido, y en la cara presentaba una terrible mueca de terror, tal cual si hubiese visto al Diablo. La joven se puso a gritar como desesperada. Los habitantes del pueblo se conmovieron ante tal tragedia y se dieron cuenta de que Abundio había programado su muerte y su propia ofrenda sin saberlo él mismo.
Desde ese terrible día, la madre y la hija se dedicaron con mucho fervor a la religión, e iban por todos los pueblos de la región celebrando las fiestas religiosas de los santos patronos y honrando a los muertos en sus funerales, en el panteón y en las ofrendas de muertos.


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