En
Rancho Nuevo, un antiguo pueblo de la Huasteca Veracruzana, vivía una señora
llamada Dominga, muy respetuosa de su marido y de los deberes conyugales.
Estaba casada con un señor que respondía al nombre de Abundio Saavedra, quien
no era muy partidario de seguir las tradiciones y costumbres de su comunidad.
Ambos eran padres de Irene, una muchacha muy bella a quien no le faltaban
enamorados que admirasen sus bellos ojos verdes los cuales destacaban en su
piel color miel.
El Día de Muertos el señor
le ordenó a su esposa que no pusiese altar de muertos para sus parientes en la
casa o en el panteón, porque consideraba que los difuntos no podían regresar a
comer absolutamente nada. Al día siguiente cuando se dirigía su milpa a
trabajar vio en el cementerio a muchos muertitos que disfrutaban la comida que
sus familiares les habían colocado en la ofrenda. Y también observó a un hombre
y a una mujer viejos que se retorcían de dolor porque llevaban una vela
prendida en la espalda. Cuando se fijó bien se dio cuenta que esa pareja eran
sus padres que lo miraban con enojo y reproche ya que no tenían nada que comer
en ese día en que los muertos regresan a la Tierra para comerse la esencia de
los alimentos que se les ofrendan.
En
ese momento el hombre lleno de miedo y de arrepentimiento por su mala acción,
dio la media vuelta y se dirigió corriendo a su casa. Cuando llegó llamó a
gritos a su mujer y le ordenó que matase a un puerco para hacer unos buenos
tamales. Compró cirios. Imágenes y cohetes; alquiló músicos jaraneros para que
tocaran al día siguiente en la tumba de sus padres que se encontraban en el
Panteón de San Juan. Ya que terminó con los preparativos destinados a sus
padres le dijo a Dominga que estaba muy cansado y muy triste, que tenía muchas
ganas de llorar y que se iba a dormir porque tenía mucho sueño. Se durmió en un
catre que se encontraba en al patio.
Pasadas dos horas, Dominga
le dijo a su hija que fuera a traer a su padre, para que cenará chicarrones y
tamales que estaban deliciosos. Al llegar la chica al patio y acercarse al
catre, vio que su padre estaba muerto, rígido, y en la cara presentaba una
terrible mueca de terror, tal cual si hubiese visto al Diablo. La joven se puso
a gritar como desesperada. Los habitantes del pueblo se conmovieron ante tal
tragedia y se dieron cuenta de que Abundio había programado su muerte y su
propia ofrenda sin saberlo él mismo.
Desde ese terrible día, la
madre y la hija se dedicaron con mucho fervor a la religión, e iban por todos
los pueblos de la región celebrando las fiestas religiosas de los santos
patronos y honrando a los muertos en sus funerales, en el panteón y en las
ofrendas de muertos.
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