Como en todas mis historias, en mis cuentos, en mis novelas y
todo lo que tengo publicado en mis Blogs, en este artículo empiezo con una
hipotética planificación para un viaje a El Dorado, en forma de un relato
de ficción, con diálogos
entre varios contertulios. En él participan varios personajes ficticios:
Charles, un filántropo, en cuya finca se produce la reunión, Mathieu, un
arqueólogo experto en antiguas civilizaciones, Aghata, una famosa escritora,
Meiji, un psicólogo japonés, y Jean, representándome a mí.
–Bien señores– dijo Charles, mientras iba paseando su mirada por
cada uno de nosotros, -Mathieu y yo tenemos una sorpresa para ustedes-
Una vez hubo dicho esto, cogió un cilindro de cartón de su
escritorio, sacó un rollo de papel, lo desenrolló y lo colocó encima de la
mesa. Parecía ser un mapa antiguo.
–Este mapa representa la zona del Amazonas y del Mato Grosso
brasileño– dijo sonriendo con satisfacción. -Es una copia del mapa que utilizó
el coronel Fawcett para sus expediciones. He decidido organizar una expedición
en busca de El Dorado-
Todos nos quedamos mudos de sorpresa. Lo que habían sido simples
tertulias, se iba a convertir finalmente en una exploración en toda regla.
–Todos ustedes están invitados a participar en esta expedición–
añadió Charles. -Antes de quince días necesito que me confirmen las personas asistentes.
De todos modos, ya les aviso que será una expedición muy dura y de que podemos
enfrentarnos a peligros imprevisibles. Ante todo– dijo mostrando el mapa, -Tienen
que tener en cuenta que solo la región del Mato Grosso tiene casi dos veces el
tamaño de Francia. En ella pueden encontrarse selvas, zonas pantanosas y
sabanas, aparte de algunas misteriosas sierras, llamadas chapadas, y tribus
hostiles. Es una de las regiones terrestres más intrigantes. Durante un tiempo
hemos estado considerando otra alternativa. Se trata de la desconocida y
misteriosa región de Roraima, en la zona limítrofe entre Brasil, Venezuela y la
Guyana. Allí esta ubicado la famosa chapada de Roraima, que da nombre a toda la
región, y que es una montaña de cima plana y laderas escarpadas. El famoso
escritor inglés Arthur Conan Doyle se inspiró en esta chapada para escribir su
novela El Mundo Perdido.
–Otro escritor inglés, Frank Aubrey– intervino Mathieu, -publicó,
en 1897, la novela “The Devil Tree of El Dorado”,
en la que cuenta que en la selva amazónica, cerca del pico de Roraima, existe
una ciudad perdida, con torres doradas de estilo egipcio y con unos habitantes
de gozan de una larga existencia. Basándose en esta novela de Aubrey, el
explorador francés Marcel Homer, organizó una expedición, el 1949, en busca de
El Dorado. Según explicó, mientras navegaba por el río Uraricoera, se
encontraron con los indios Macu, cuyo jefe les indicó donde podrían encontrar
la legendaria ciudad. Sin embargo, antes de encontrarla, fueron atacados por
terribles indios caníbales, que les obligaron a retroceder y abandonar su
objetivo. Durante su expedición encontró la enigmática Piedra Pintada, llena de
sorprendentes y misteriosos dibujos-
–Si esta región parece tan prometedora– pregunté, -¿Por qué se
ha excluido como objetivo de la expedición?
–Precisamente por haber conseguido este mapa utilizado por
Fawcett– respondió Charles. -Creemos que es quien más recientemente ha estado
en contacto con la ciudad perdida y, ya que no podemos explorarlo todo, hemos
decidido que hay más posibilidades en la zona este fronteriza entre los estados
de Pará y Mato Grosso, que es donde concentraremos nuestra expedición-
–Es curioso– dijo Mathieu, introduciendo un nuevo tema. -Según
el Tratado de Tordesillas, firmado el 7 de junio de 1494 entre los reyes de
España y Portugal, para repartirse los océanos y delimitar las fronteras
africanas, el Mato Grosso hubiese debido de pertenecer a España. Así como las
Bulas Alejandrinas significaron un éxito para los Reyes Católicos, el Tratado
de Tordesillas representó un triunfo de la habilidad negociadora de Juan II de
Portugal. Seguramente influyó la necesidad de paz entre los dos reinos, ya que
tenían mucho que perder si se llegaba a una lucha armada. Asimismo, también
influyó el mayor grado de conocimiento que poseían los navegantes portugueses
de los océanos ya que, casi con toda seguridad, conocían a que distancia se
encontraba la tierra más cercana de América, la zona este del Brasil. En 1494,
la inminente guerra de España con Francia y el nombramiento del sucesor al
trono portugués, que se iba a casar con doña Isabel, la hija de los Reyes
Católicos, llevaron a los monarcas españoles a intentar llegar a un rápido
acuerdo con Juan II, aún a costa de transigir considerablemente. Según el
meridiano divisorio del Tratado de Tordesillas, el este de Brasil correspondía
a Portugal, que fue ampliando continuamente sus límites hasta llegar al río de
la Plata-
–Por lo que sé– añadió Meiji, -el descubrimiento de oro en toda
la zona atrajo a muchos bandeirantes de todo el país, que pelearon con los
indígenas. Las nuevas fronteras, ganadas palmo a palmo por los portugueses,
fueron ratificadas por los nuevos tratados entre ambos países. Sin embargo, el
oro fue escaseando cada vez más, hasta sumir en la miseria a todo el Mato
Grosso, que tuvo que enfrentarse a epidemias, luchas internas y la guerra con
Paraguay, hasta finales del siglo XX, en que llegaron inmigrantes para extraer
el caucho de las siringueiras. En 1892, en Mato Grosso do Sul, civiles y
militares se manifestaron contra la república del mariscal Floriano Peixoto y
quisieron separarse del resto del país, pero sin éxito.
–El nombre de Mato Grosso– volvió a intervenir Mathieu –es
conocido por los buscadores de misterios como una de las zonas más intrigantes
del planeta. En 1925, el investigador George Lynch afirmaba en la revista
francesa Science et Vie que
en esta región estaba el origen de todas las civilizaciones de occidente. Allí,
en sus selvas, el año 1925, desapareció el coronel inglés Percy Harrison
Fawcett, que se convirtió en un mito, junto a su hijo Jack y un amigo de éste,
llamado Raleigh Rimell-
–Se cree– dijo Aghata –que este coronel inspiró al novelista Rob
McGregor la creación del personaje Indiana Jones, que posteriormente llevó al
cine y a la fama el cineasta Steven Spielberg-
–En efecto– observó Mathieu. -Tal como les decía, los tres
exploradores andaban en busca de una misteriosa ciudad perdida que el coronel
relacionaba con los atlantes. Previamente ya la había buscado sin éxito en el
estado de Bahía, por lo que decidió dirigir sus investigaciones hacia el Mato
Grosso, cerca de la sierra de Roncador, en el sector nordeste del estado, junto
a los estados de Tocantis y Pará-
–Sobre la sierra de Roncador– intervine –Hay múltiples leyendas.
Algunos esotéricos creen que allí se encuentra la entrada a un mundo subterráneo
donde están guardados archivos secretos con todos los conocimientos de la
humanidad. Estos túneles subterráneos conducirían hasta el mítico reino de
Agharta. El nombre de la montaña se debe al estruendoso ruido parecido a un
ronquido que se escucha de vez en cuando y que parece provenir de su interior.
Los científicos todavía no han podido explicar el extraño fenómeno, ya que en
esta zona no se conocen actividades sísmicas-
–Fawcett era amigo del escritor Henry Rider Haggard– continuó
Mathieu, -Autor de “las Minas del Rey Salomón”, ambientada en las prehistóricas
ruinas africanas de Zimbabwe, que regaló al explorador una estatuilla de
basalto negro que representaba a un sacerdote con un tocado egipcio que
sostenía entre sus manos una tabla con misteriosas inscripciones, diciéndole
que procedía de Brasil. Posteriormente, Fawcett pudo comprobar que catorce de
los veinticuatro símbolos que hay en la figura coincidían con las
representaciones que pueden verse en piezas de cerámica prehistórica halladas
en distintos lugares de Brasil. Fawcett llevaba consigo la extraña estatua en
su último y misterioso viaje a Mato Grosso, en que desapareció. Su hijo Brian
explicó que le habían contado que meses después de la desaparición de su padre
en Cuiabá se puso a la venta una figurilla similar. Pero no pudo averiguar
quien la compró ni si era la misma imagen-
–Según informaciones que poseo– expliqué, -Fawcett sabía que la
impenetrable selva brasileña escondía remotas ciudades precolombinas. Durante
sus viajes por Sudamérica había oído hablar a los indígenas de la existencia de
extraños indios rubios con ojos azules. Después de intentar encontrar,
infructuosamente, una ciudad perdida en el estado de Bahía, decidió buscarla en
una extensa área limitada por los ríos Sao Francisco, en Bahía, y Xingú, en
Pará y Mato Grosso. En enero de 1925 partieron de Cuiabá en dirección a
Bacairi, un campamento del Servicio de Protección del Indio. Durante el
recorrido, Raleigh cayó enfermo a causa de infecciones provocadas por picaduras
de garrapatas, por lo que pernoctaron en una hacienda. Al cabo de unos días
llegaron al campamento Bacairi, pero solamente encontraron algunos indios
meinaco, a los que fotografiaron para una revista inglesa que financiaba la
expedición. El 29 de mayo de 1925 la familia recibió la última carta de
Fawcett, escrita desde un desconocido lugar al que llamaba campo de Cavalo
Morto. Según Brian, su padre habría encontrado la Ciudad Perdida, pero sus
habitantes no le dejaron salir. Esta creencia se basaba en la última carta que
envío, en la que mencionaba que un indio le describió una ciudad perdida en la
selva, con varios edificios de piedra y con un gran cristal que reflejaba la
luz solar en el interior de las construcciones-
–Veo que estás bien informado– dijo Mathieu. -Sin embargo, este
asunto no termina ahí. Según La Sociedad Teúrgica do Roncador, el coronel vivió
durante mucho tiempo en el interior de la tierra, en una ciudad subterránea a
la que se accede desde la sierra de Roncador, donde viven seres muy avanzados-
–Hace cierto tiempo– intervino Meiji, -tuve algunos contactos
con una médium inglesa, que afirmaba haber contactado con el espíritu de
Fawcett, ya muerto, que le comunicó que los habitantes de la ciudad perdida
usaban un tipo de energía desconocida por nuestra ciencia, con la que podían
levantar objetos muy pesados, técnica que fue utilizada para la construcción de
varias pirámides en la selva amazónica-
–Querido Meiji– observó Aghata riendo. -No vas a hacer caso de
estas invenciones. El mundo de los médiums se presta a mucha superchería-
–Sin embargo, amiga Aghata– afirmó Meiji, -esta médium me merece
gran credibilidad-
–Continuando con mi anterior explicación– añadí –En junio de
1996 un empresario brasileño llamado James Lynch organizó una expedición que
salió de Cuiabá en dirección a la región del río Xingú, con el objetivo de
rastrear la expedición de Fawcett. Pero cuando alcanzaron la sierra de Roncador
fueron secuestrados por unos indios que solo los liberaron después de pagar un
alto rescate. Sin embargo, durante su expedición pudo identificar la zona que
Fawcett había denominado campo do Cavalo Morto-
–Volviendo a mi anterior argumentación– intervino Meiji, -se
habla del carácter esotérico del paralelo 15 en el hemisferio Sur, que pasa por
el lago Titicaca, en Bolivia, Mato Grosso y Bahía, y donde, según se dice,
nacerá la civilización del tercer milenio-
–Bueno, creo que ya está bien de elucubraciones– dijo Charles,
interrumpiendo nuestras discusiones. -Dentro de unos días, el veinticinco de
enero, partiremos hacia la selva amazónica. A esta expedición estáis invitados
todos los presentes. Volaremos hasta Carajás, en el estado de Pará, donde se
nos unirá Ludwig von Hindenburg, un descendiente de nobles alemanes, residente
en Manaos y eminente arqueólogo especializado en las antiguas civilizaciones
americanas. También se incorporarán varios porteadores, guías y mercenarios
armados, ya que debemos estar preparados para cualquier contingencia. Desde
allí nos dirigiremos hasta el río Xingú. A partir de este punto continuaremos
nuestra expedición a pie-Hasta aquí el relato de ficción, pero basado en datos
reales.
* * *
Ahora permítanme decirle que Toledo es una ciudad situada al sur
de Madrid, en España, que conserva, tras sus murallas, monumentos de distintas
culturas. Sus comienzos se remontan a dos mil años antes de la era cristiana y
su fundación se atribuye a los descendentes de Noé. Su nombre parece que
proviene del hebreo Toledoth (“historias generacionales”).
En sus calles y casas pueden encontrarse vestigios de la cristianización de
España, del auge y caída de los árabes y del espléndido legado judío.
1492 fue un año importante para España, ya que Fernando de
Aragón e Isabel de Castilla unificaron España tras la derrota de las tropas
musulmanas y la caída de Granada. En Marzo de aquel mismo año, el rey y la
reina firmaron un edicto para la expulsión de España de todos los judíos que no
se hubieran convertido al cristianismo. Y el 3 de agosto del mismo año,
Cristóbal Colon zarpaba bajo la bandera española en busca de una ruta
occidental hacia la India. El 12 de octubre de 1942 llegó a tierra americana, y
volvió a España en enero de 1943, trayendo como prueba de su descubrimiento a
cuatro indios. Y para defender sus argumentos a favor del envió de una segunda
expedición, trajo una gran cantidad de objetos de oro obtenidos de los nativos,
así como relatos de una ciudad de oro donde la gente llevaba brazaletes de oro
y se adornaban el cuello, las orejas y la nariz con oro procedente de una mina
fabulosa. Con aquel oro traído a España desde las nuevas
tierras, Isabel la Católica ordeno que se forjara una custodia, que regalo a la
catedral de Toledo, sede tradicional de la jerarquía católica en España. Y en
la actualidad, cuando un visitante entra en la catedral a ver los tesoros
que guarda, puede ver el primer oro que trajo Colon.
Aquel viaje fue mucho más que la búsqueda de una nueva ruta a la
India. Fernando e Isabel tuvieron visiones del descubrimiento, con los ríos del
paraíso y la fuente de la eterna juventud. Existen evidencias que indican que
Colon fue un judío obligado a convertirse y que tenía sus propias ambiciones
secretas. Se veía a sí mismo como el protagonista que iba a dar cumplimiento a
antiguas profecías referentes a una nueva era que comenzaría con el
descubrimiento de nuevas tierras “En el extremo de la Tierra”. Pero fue lo suficientemente
realista como para saber que su mención al oro seria lo que conseguiría una
mayor atención. Argumentando que “el señor le mostraría” el enigmático lugar “Donde nace el oro”, consiguió convencer a Fernando e Isabel para que le proporcionaran una
flota mucho mayor en su segundo y tercer viaje. Sin embargo,
los monarcas enviaron a varios administradores que supervisarían e
interferirían las operaciones del almirante. Los inevitables conflictos
provocaron que Colon regresase a España encadenado, acusado de haber maltratado
a algunos hombres. Aunque el rey y la reina lo liberaron y le ofrecieron una
compensación económica, ambos coincidieron en que Colon era un buen almirante,
pero un mal gobernador, no siendo el más indicado para obligar a los indios a
confesar la verdadera situación de la ciudad del oro.
Colon respondió a ello recopilando las antiguas profecías y
citas bíblicas en “El Libro de las Profecías”,
que regalo a los reyes. Pretendía convencerlos de que
España estaba destinada a reinar en Jerusalén, y que él era el elegido para
lograrlo, al ser el primero en encontrar el lugar de donde nace el oro.
Fernando e Isabel, cristianos creyentes, accedieron a que Colón zarpara una vez
mas, convencidos por el argumento de que la desembocadura del rió que había
descubierto, llamado Orinoco, era uno de los cuatro ríos del Paraíso: y tal
como en las escrituras afirmaban, uno de aquellos ríos circundaba la tierra de
Javila, “de
donde viene el oro”. El río Orinoco
nace en el cerro Delgado Chalbaud, en la serranía Parima, ubicado al sur del
estado Amazonas, en Venezuela. La cuenca del Orinoco tiene una superficie de
casi 989.000 km², de los que 643.480 km², es decir, algo más del 65%, quedan en
territorio venezolano, mientras que el 35% restante queda en territorio
colombiano. Pero desgraciadamente, en este último viaje Colon se encontraría
con mas infortunios que en cualquiera de los otros tres.
Enfermo, Colón volvió a España en 1504, año en que murió la
reina Isabel. Había recopilado evidencias de la presencia de una importante
fuente de oro en las nuevas tierras. Pero aunque el rey Fernando aun lo
apreciaba, decidió confiar la expedición a otras personas. “La Española proveerá a sus invencibles
majestades de todo el oro que se necesite”, aseguraba Colón a sus reales patrocinadores hablando de la isla que actualmente
comparten Haití y la Republica Dominicana. Allí, los conquistadores españoles, utilizando a los indígenas como
esclavos, consiguieron fabulosas cantidades de oro:, calculándose que España
recibió oro por un valor equivalente a 500.000 ducados.
La experiencia en La Española se
repitió a lo largo del continente. Pero, en solo dos décadas, las vetas de oro
se estaban agotando y la euforia de los españoles se convirtió en decepción,
por lo que se lanzaron a la búsqueda de riquezas en otras tierras. Uno de estos
destinos fue la península de Yucatán, en donde los primeros españoles,
supervivientes de un naufragio, llegaron en 1511. Pero en 1517 zarpó de Cuba,
en dirección a Yucatán, un convoy de tres barcos, bajo el mando de Francisco Hernández de Córdoba,
con el objetivo de conseguir esclavos. Para su sorpresa, se encontraron con
construcciones de piedra, templos e ídolos. Pero para desgracia de los
habitantes de la zona, llamados mayas, los conquistadores encontraron también
objetos de oro.
La crónica de la llegada y la conquista de Yucatán por parte de
los españoles se basan en la obra titulada “Relación de las Cosas de
Yucatán”, escrito por Fray Diego de Landa en 1566. Hernández
y sus hombres, según informa Diego de Landa, encontraron una gran pirámide
escalonada, ídolos y estatuas de animales y una gran ciudad tierra adentro. Sin
embargo, los indígenas se les resistieron ferozmente, incluso ante el fuego de
artillería de los barcos. El alto número de bajas, incluido el mismo Hernández
que fue gravemente herido, obligó a los conquistadores a retirarse. Sin embargo, a su regreso a Cuba,
Hernández recomendó que se hicieran más expediciones, pues «esa tierra era buena y rica, a causa de su
oro». Un año
después, otra expedición dejó Cuba en dirección a Yucatán. Desembarcaron en la
isla de Cozumel, y descubrieron Nueva España. Llevaban, además de armas,
una gran variedad de objetos para el trueque. Los españoles se
encontraron en esta ocasión tanto con indígenas hostiles como amistosos. Vieron
más construcciones y monumentos de piedra y examinaron los objetos que hacían
los indígenas. Muchos estaban hechos de piedra, otros brillaban como el oro,
pero al examinarlos de cerca resultaban ser de cobre. En contra de lo esperado,
había pocos objetos de oro, y no había minas ni otras fuentes de oro, ni de
ningún otro metal, en aquella tierra.
La pregunta del millón era: ¿De dónde había llegado
el oro? Los mayas decían que lo
habían obtenido comerciando con el país de los aztecas. El descubrimiento
y la conquista del reino de los aztecas, en el centro de México, se debe a
Hernán Cortés, que salió de Cuba en 1519, al mando de una armada de once
barcos, con seiscientos hombres y un buen número de caballos. Siguió
lentamente la costa del golfo de Yucatán hasta llegar a la zona en donde
finalizaba la influencia maya y comenzaba el dominio azteca. Cortés estableció
un campamento base y lo llamó Veracruz. Fue allí donde, ante la sorpresa de los
españoles, aparecieron los emisarios del soberano azteca Moctezuma dándoles la
bienvenida y portando exquisitos regalos. Según un testigo presencial, Bernal
Díaz del Castillo, en su obra “Historia verdadera de la
conquista de la Nueva España”, entre los regalos había «una rueda como el sol, tan grande como la rueda de un carro, con gran
cantidad de imágenes en ella, todo de oro fino, y maravilloso para ser
contemplado». Después, otra rueda aún más
grande, «hecha
de plata de gran brillantez, a imitación de la luna». También “un
casco, lleno hasta el borde de pepitas de oro; y un tocado de plumas del
extraño pájaro quetzal”, reliquia que se
conserva en el Museum für Vólkerkunde de
Viena.
Ante el asombro de los españoles, los emisarios explicaron que
eran los regalos de su soberano, Moctezuma, para el divino Quetzalcóatl, la «Serpiente Emplumada»,
dios de los aztecas, gran benefactor que fue forzado por el Dios de la Guerra a dejar la tierra de los aztecas mucho
tiempo atrás. Según su tradición, con un grupo de seguidores se fue al Yucatán
y zarpó en dirección Este, prometiendo volver el día de su nacimiento en el año
«1 Carrizo». En el calendario azteca, el
ciclo de los años se completaba cada 52 años, y de ahí que el año del prometido
retorno, «1 Carrizo», sólo tuviera lugar una vez
cada 52 años. En el calendario cristiano, estos fueron los años 1363, 1415,
1467 y 1519, precisamente el año en que Cortés apareció desde oriente, a las
puertas de los dominios aztecas. Barbado y con casco, al igual que Quetzalcóatl, que también se dice que
era de tez clara, Cortés parecía cumplir con las profecías.
La Piedra del Sol es un monolito que sintetiza el
conocimiento astronómico que los antiguos mexicanos habían desarrollado hasta
antes de la conquista española. La piedra fue localizada a finales del siglo XVIII en el
costado sur de la Plaza Mayor de la ciudad de México, donde había sido depositada
con el relieve hacia abajo y cuidadosamente enterrada para no ser destruida por
los evangelizadores españoles durante el periodo colonial. Según el arqueólogo
Felipe Solís, “los sobrevivientes a la hecatombe
protegieron su diseño con una capa de cenizas volcánicas o arena, con lo que la
salvaron de una inminente destrucción.”. Pero la fecha exacta de su
descubrimiento, el 17 de diciembre de 1790, pone en evidencia que su
resurgimiento de las entrañas de la tierra fue un acontecimiento magistralmente
planeado, ya que en esa fecha comenzaba el año trece carrizo. Actualmente
se exhibe en la sala Mexica del Museo Nacional de Antropología e Historia,
ubicado en el conjunto del Bosque de Chapultepec; y por el lugar que ocupa al
interior de la sala, se le puede considerar la pieza más importante. La
información que existe sobre esta creación escultórica está dispersa y no es
precisa en cuanto a la manera en que los antiguos mexicanos computaban el
tiempo.
Se dice que la Piedra del Sol fue esculpida en piedra volcánica
por Axayacatl, emperador azteca. En esta piedra
también se sintetizó de manera magistral la concepción cosmogónica del tiempo
cíclico que habían descubierto los antiguos habitantes, gracias a su profundo
conocimiento de la astronomía. El Sol, los planetas Venus y Tierra, con su
satélite, la Luna, fueron los astros directamente implicados en este tejido
astronómico grabado en el majestuoso monolito. Vista por primera vez, la piedra
es un gran círculo decorado con numerosos símbolos. Si nos acercamos para observar
mejor la escultura vemos las cinco eras cosmogónicas consignadas en los textos
indígenas y en los códices prehispánicos. La del quinto Sol, la de movimiento,
llamado nahui
ollin, es la edad cósmica de mayor
dimensión representada en este monolito. Esta primera observación
ya deja entrever que cada uno de los símbolos que se encuentran en esta piedra
contiene un significado cronológico.
También vemos en el primer anillo de la Piedra del Sol los
veinte días con los que se formaba el calendario prehispánico, y esto es otra
señal que nos manifiesta su asociación con el tonalpohualli, el calendario sagrado de
los antiguos mexicanos. La
presencia de ocho rayos del Sol y el símbolo del año xihuitl, confirma, con toda seguridad, que en
esta rueda hay periodos astronómicos vinculados a la sistematización del tiempo
en un calendario, pues, como se sabe, ocho años corresponden a cinco
revoluciones sinódicas de Venus, planeta muy observado por los pueblos del área
mesoamericana, dado que se relacionaba con Quetzalcóatl, su benefactor. En una nueva observación a la piedra veremos
el símbolo 13-carrizo, uno de los elementos centrales de su diseño. Este símbolo y el nahui ollin, o 4-movimiento, recuerdan uno de los mitos antiguos que asociaban a estas combinaciones
con la formación del quinto Sol.
Los regalos ofrecidos por el rey azteca no se habían
seleccionado de forma casual, pues estaban llenos de simbolismo. Las pepitas de
oro se ofrecían porque el oro era un metal divino perteneciente a los dioses.
El disco de plata que representaba a la luna se incluyó porque algunas leyendas
sostenían que Quetzalcóatl zarpó para volver a los cielos, haciendo de la Luna
su morada. El tocado de plumas y las vestimentas ricamente adornadas eran para que
se las pusiese el dios que regresaba. Y el disco de oro era un calendario
sagrado que representaba el ciclo de 52 años, e indicaba el Año del Retorno.
Y sabemos que se trataba de este calendario debido a que otros similares,
hechos de piedra en vez de oro fino, se han descubierto posteriormente. No se
sabe si los españoles comprendieron aquel simbolismo, pero el hecho es que no
lo respetaron. Para ellos, aquellos objetos no eran más que la prueba de las
enormes riquezas que podían encontrar en el reino de los aztecas. Estos objetos
se encontraban entre los tesoros artísticos que llegaron a Sevilla desde México
el 9 de diciembre de 1519, a bordo del primer barco que Cortés envió a España.
En aquel tiempo el rey de España era Carlos I, nieto de Fernando, que también
era soberano de otros países europeos como Carlos V, emperador del Sacro Imperio Romano.
Como en aquel tiempo residía en Flandes, el barco fue enviado a Bruselas.
Entre todo aquel oro había, además de los simbólicos regalos, figurillas de
distintos animales y un arco con sus flechas de oro. Pero como objeto más
valioso estaba el «disco de oro», de
197,5 cm de diámetro, y grueso como cuatro reales. El gran artista Alberto
Durero, que vio el tesoro que llegó de «La Nueva Tierra de Oro»,
dijo que «Estas cosas eran todas ellas tan preciosas que se
valoraron en 100.000 florines. Pero nunca en todos mis días había visto algo
que regocijara tanto mi corazón como aquellas cosas. Pues vi entre ellas
asombrosos objetos artísticos, y me maravillé de la delicada ingenuidad de los
hombres de aquellas distantes tierras. Ciertamente, no puedo decir suficiente
de las cosas que había allí, ante mí».
Pero aunque aquellos objetos tuviesen un gran valor artístico,
cultural e histórico, para el rey no eran más que oro con el que poder
financiar sus luchas contra las insurrecciones internas y las guerras en el
exterior. Carlos dio la terrible orden de que todos los objetos hechos de metales
preciosos fueran fundidos a su llegada y convertidos en lingotes de oro o
plata. Lamentablemente, Cortés y sus hombres adoptaron la misma
avariciosa actitud. Avanzando y venciendo cualquier resistencia que se
encontraban por la fuerza de su superioridad en armas o por medio de la
traición, los conquistadores llegaron a la capital azteca, Tenochtitlán, en
noviembre de 1519. A la ciudad, situada en medio de un lago, sólo se podía
acceder a través de unas calzadas fáciles de defender. Sin embargo, todavía
sobrecogidos por la profecía del dios que regresaba, Moctezuma y sus nobles
salieron de la ciudad para recibir a Cortés y su séquito. Sólo Moctezuma
llevaba sandalias; los demás iban descalzos y se postraron ante el presunto
dios blanco. Moctezuma recibió con gran hospitalidad a los conquistadores en su
magnífico palacio. Allí, los asombrados españoles vieron que había oro por todas partes,
además de un almacén lleno de objetos de oro.
A traición y mediante engaños, los conquistadores
secuestraron a Moctezuma y lo retuvieron en sus dependencias, exigiendo un
rescate en oro para su liberación. Los nobles aztecas enviaron emisarios por todo el reino para
reunir el importe del rescate y trajeron oro suficiente como para llenar
un barco. Pero cuando zarpó de vuelta a España fue apresado por los franceses.
Cortés tenía previsto liberar a Moctezuma y dejarle en el trono como un rey
títere. Pero su segundo en el mando ordenó una masacre entre los nobles y jefes
aztecas. En la confusión que siguió, Moctezuma fue asesinado y los españoles se
vieron inmersos en una cruenta y desigual batalla. Con graves pérdidas, Cortés
se retiró de la ciudad, y sólo consiguió volver a entrar en ella en agosto de
1521, reforzado desde Cuba y entablando una serie de crueles batallas. Cuando finalmente se impusieron a
los aztecas, ya les habían robado unos 600.000 pesos de oro, convertidos ya en
lingotes. México fue una nueva tierra de oro, pero una vez se llevaron los
objetos de oro creados y acumulados durante siglos, quedó claro que no era la
bíblica tierra de Javilá y que Tenochtitlán no era la legendaria Ciudad de Oro. Por ello, la búsqueda del preciado metal se encaminó hacia otros
lugares del Nuevo Mundo.
Los españoles establecieron una base en Panamá, en
la costa del Pacífico, y desde allí enviaron expediciones a América Central y
del Sur. Fue allí donde escucharon la leyenda de El Dorado. Se narraba que existió
un rey que gobernaba en un reino tan rico en oro, que se embadurnaba cada
mañana, de la cabeza a los pies, con un aceite mezclado con polvo de oro. Al
llegar la noche, se sumergía en el lago y se quitaba el oro y el aceite. Y esta
operación la repetía cada día. Reinaba en una ciudad que estaba en el centro de
un lago, en una isla de oro. Según una crónica titulada “Elegías de Varones Ilustres de India”s, el
primer informe de El Dorado lo obtuvo Francisco Pizarro en Panamá de uno de sus
capitanes. Se decía que un indígena de Colombia había oído hablar de «un país rico en esmeraldas y oro. Entre las
cosas de las que se ocupaban estaba ésta: su rey se desnudaba y, a bordo de una
balsa, iba hasta el centro de un lago para hacer oblaciones a los dioses. Su
regia forma era untada con aceite fragante, sobre el cual se esparcía una capa
de oro en polvo, desde la planta de los pies hasta la coronilla, dejándolo
resplandeciente como los rayos del sol». Muchos peregrinos asistían al ritual, haciendo «ricas ofrendas votivas de objetos de oro y
esmeraldas singulares, así como otros muchos ornamentos»,
arrojándolos en el lago sagrado.
Otra versión sugería que el lago sagrado estaba en
algún lugar del norte de Colombia, a donde se llevaban una «gran cantidad de oro y
esmeraldas». Allí, el rey dorado,
como emisario de las multitudes que gritaban y tocaban instrumentos musicales
en las orillas del lago, arrojaba el tesoro en el agua como ofrenda a su dios.
Otra versión llamaba a la ciudad dorada Manoa y afirma que se encontraba en la
tierra de Biru, que es elPerú para los
españoles. La leyenda de El Dorado se difundió entre los conquistadores del
Nuevo Mundo y no tardó en llegar a Europa. Mientras algunos, como Cortés, que
fue hasta California, u otros que fueron a Venezuela, buscaban en direcciones
distintas, Francisco Pizarro y sus tenientes confiaron por completo en los
informes de los indígenas. Algunos fueron hasta Colombia y buscaron en las
aguas del lago Guatavita, obteniéndose algunos objetos de oro y dejando la
convicción de que, si se pudiese secar por completo el lago, se podrían extraer
de su fondo todas aquellas riquezas.
Algunos, como el propio Pizarro, pensaban que Perú tenía que ser
el lugar adecuado. Desde la base de Panamá, dos expediciones recorrieron la
costa del Pacífico en dirección sur, y trajeron suficientes objetos de oro como
para convencerles de Perú era el objetivo. Pero, ¿cómo esperaba conquistar
aquel inmenso país protegido por miles de guerreros ferozmente leales a su
señor, el Inca, al que consideraban la personificación de su dios? Tras obtener
el permiso real y conseguir los títulos de capitán general y gobernador de una
provincia aún no conquistada, el año 1530 Pizarro zarpó hacia Perú con dos
centenares de hombres. El plan de Pizarro consistía en repetir la estrategia que empleara Cortés
con los aztecas: atraer al soberano, apresarlo, obtener oro como rescate y
luego dejarlo en libertad para que fuera un rey títere de los españoles.
Sin embargo los Incas estaban confrontados en una guerra civil
cuando llegaron los conquistadores. Y los conquistadores se encontraron con
que, tras la muerte del Inca, su primogénito, nacido de una esposa secundaria,
cuestionaba la legitimidad sucesoria de un hijo nacido de la esposa principal
del Inca. Cuando la noticia del avance de las tropas españolas llegó a oídos
del aspirante a rey, llamado Atahualpa, éste tomó la determinación de dejar que
los conquistadores penetraran tierra adentro, alejándose de sus barcos y
refuerzos, mientras él terminaba de hacerse con el control de la capital,
Cuzco. Cuando los españoles llegaron a la capital, le enviaron emisarios con
regalos y con una oferta de conversaciones de paz. Proponían
que los dos líderes se encontraran en la plaza de la ciudad, desarmados y sin
escolta militar, como muestra de buena voluntad. Atahualpa accedió pero, cuando
llegó a la plaza, los conquistadores lo traicionaron y lo apresaron.
Luego, pidieron un rescate por su liberación.
Consistía en llenar una gran sala con oro hasta alcanzar la altura de un hombre
con los brazos en alto. Atahualpa accedió y ordenó que se sacasen de los
templos y de los palacios todo tipo de utensilios de oro, tales como copas, ánforas,
bandejas y ornamentos, entre los que había imitaciones de animales y plantas,
así como placas con las que se forraban los muros de los edificios públicos. Durante semanas,
acumularon aquellos tesoros para llenar la sala. Pero, entonces, los españoles se
inventaron una nueva condición, que consistía en llenar la sala con oro
sólido en lugar de objetos huecos. Durante un mes, los orfebres incas se dedicaron a fundir todos los
objetos artísticos y convertirlos en lingotes. Pero como la
historia tiende a repetirse, el destino de Atahualpa fue el mismo que el de
Moctezuma. Pizarro pretendía liberarlo para que gobernase como un rey títere,
pero sus ambiciosos tenientes y los representantes de la inquisidora Iglesia lo
sentenciaron a muerte por el crimen de idolatría y el asesinato de su
hermanastro, su rival en el trono.
Según las crónicas de la época, el rescate obtenido
por la liberación del Inca fue de 5,670 kilos, equivalente a 1.326.539 pesos de
oro, que se repartieron Pizarro y sus hombres después de dejar la obligada
quinta parte para el rey de España. Pero a pesar de que lo que cada hombre
recibió cumplía sus sueños más increíbles, no era nada comparado con lo que aún
iban a ver. Cuando los conquistadores entraron en la capital, Cuzco, vieron templos y
palacios cubiertos literalmente de oro y llenos de este metal. En el palacio
real había tres cámaras llenas de objetos de oro y cinco de objetos de plata,
además de una montaña de 100.000 lingotes de oro con un peso equivalente a
2,265 kilos cada uno, que estaban a la espera de ser convertida en
objetos artísticos. El trono, también de oro y diseñado para convertirse en una
litera sobre la cual pudiera reclinarse el rey, pesaba alrededor de 113 kilos.
Por todas partes había capillas y cámaras funerarias en honor a los antepasados
incas llenas de estatuillas e imágenes de pájaros, peces y otros animales. En
el gran Templo del Sol, las paredes estaban cubiertas con pesadas placas de oro
y tenía un jardín artificial en donde los árboles, arbustos, flores, pájaros y
una fuente estaban hechos de oro. En el patio, había un campo de maíz con
tallos de plata y espigas de oro, cubriendo una superficie de 16.562 metros
cuadrados de maíz de oro.
En Perú, los conquistadores españoles vieron cómo, después de
sus fáciles victorias iniciales, se producían encarnizadas rebeliones de los
incas. Y la riqueza inicial, tal como dicen los cánones económicos, dio paso a
una tremenda inflación. Para los incas, igual que para los aztecas, el oro era propiedad de los
dioses, no un medio para el intercambio. Nunca lo utilizaron como una mercancía
o como dinero, sino solo para fabricar objetos ornamentales. Para los
españoles, el oro era un medio para adquirir todo lo que deseaban. Y con
montones de oro, los españoles no tardaron en pagar sesenta pesos de oro por
una botella de vino, 100 por una capa o 10.000 por un caballo.
Pero en Europa, la llegada de oro, plata y piedras preciosas desde
América, generó una gran fiebre de oro y especulaciones sobre El Dorado.
A pesar de las grandes cantidades de tesoros que llegaban, se seguía creyendo
que aún no había sido encontrado El Dorado, y que siguiendo las pistas de los
indígenas y de enigmáticos mapas, alguien podría hallarlo. Unos exploradores
alemanes aseguraban que la ciudad dorada se encontraría en las cabeceras del
río Orinoco, en Venezuela, o quizás en Colombia. Otros llegaron a la conclusión
de que el río que había que seguir era otro, incluso el Amazonas, en Brasil.
Con el patrocinio de la realeza inglesa, Sir Walter Raleigh zarpó desde
Plymouth en 1595 para encontrar la legendaria Manoa, y ponerla bajo la corona
de la reina Isabel.
Sir Walter Raleigh fue un marino, pirata, escritor y político
inglés, que popularizó el tabaco en Europa. Aliado desde el principio con la
reina Isabel I, luchó tenazmente contra los rebeldes irlandeses y concibió el
proyecto de colonizar América del Norte, fundando en 1584 la colonia de
Virginia. Contribuyó a la derrota de la Armada Invencible española y
luchó por devolverle el trono al rey de Portugal. Raleigh participó en una segunda
expedición al Orinoco en busca del mítico El Dorado. En 1596,
durante la guerra contra España, participó en la toma y saqueo de Cádiz, con la
flota inglesa bajo el mando de Charles Howard y Robert Devereux. En el
desembarco que las tropas inglesas hicieron, Raleigh resultó herido en una
pierna.[ Tras la
llegada al trono de Jacobo I en 1603, fue acusado de participar en una
conspiración contra el rey y encarcelado durante 12 años. Walter Raleigh obtuvo
finalmente la libertad e inició en 1617 una expedición en Guyana, donde
esperaba descubrir minas de oro. Tomando posesión de parte de ese país en
nombre de Inglaterra. A su regreso se recuperó la antigua acusación de traición
y fue condenado a muerte, siendo decapitado. Durante su largo arresto,
sir Walter Raleigh redactó diversos escritos, entre otros una Historia del Mundo.
Como otros, Raleigh veía El Dorado como un sueño
todavía no realizado. ¿Por qué durante tanto tiempo se prosiguió con la
búsqueda de El Dorado, aun después del descubrimiento de tan increíbles
cantidades de oro y plata en México y Perú, entre otros lugares? Que la búsqueda
continuara se puede atribuir principalmente a la convicción de que aún no se
había encontrado la fuente de todas aquellas riquezas. Los conquistadores
interrogaron a los nativos sobre el origen de aquellos tesoros y siguieron cada
una de las pistas incansablemente. Pero no tardaron en comprender que no lo
hallarían en el Caribe o el Yucatán. De hecho, los mayas les habían dicho
que ellos habían conseguido la mayor parte de su oro comerciando con sus
vecinos del sur y explicaron que habían aprendido el arte de la orfebrería de
antiguos pobladores, que los expertos creen eran los toltecas. Pero, ¿de dónde habían obtenido
el oro los toltecas? La respuesta de los indígenas siempre era la misma:
de los dioses. Para reforzar esta creencia debemos remarcar que
en las lenguas de la zona el oro recibía el nombre de teocuitlatl,que
significa literalmente «excreción de los dioses»,
y que representaban su transpiración y sus lágrimas.
En la capital azteca fue el primer lugar en donde los
conquistadores conocieron que el oro se consideraba un metal de los dioses, por
lo que robarlo se consideraba un grave delito. Al igual que los mayas, los
aztecas también señalaron a los toltecas como sus maestros en el arte de la
orfebrería. Pero, ¿quién había enseñado a los toltecas? El gran dios Quetzalcóatl,
respondían invariablemente los aztecas. Cortés, en sus informes
al rey de España, decía que había preguntado a Moctezuma sobre el origen del
oro y que Moctezuma le había dicho que provenía de tres provincias de su reino:
una en la costa del Pacífico, otra en la costa del golfo, y otra tierra
adentro, en el sudoeste, donde estaban las minas. Cortés envió a sus hombres a
investigar los tres lugares indicados y se encontraron con que los indígenas
estaban obteniendo oro de los lechos de los ríos o recogiendo pepitas en la
superficie, depositadas por los aluviones causados por las lluvias. La
actividad en las minas parecía ser algo del pasado, ya que los indígenas con
los que se encontraron los españoles no trabajaban en ellas. Según escribió
Cortés, «no había minas en activo. Las pepitas se
encontraban en la superficie; la principal fuente era la arena de los lechos de
los ríos. El oro se guardaba en forma de polvo en pequeños tubos de caña, o se
fundía en pequeñas ollas y se convertía en barras». El oro se
enviaba a la capital y se devolvía a los dioses, a quienes siempre había
pertenecido.
Aunque la mayor parte de los expertos aceptan las conclusiones
de Cortés, el asunto aún está lejos de haber quedado resuelto.Tanto los conquistadores como los ingenieros de minas que les siguieron
en siglos posteriores hablaban insistentemente de minas prehistóricas de oro
que se habían encontrado en diversos emplazamientos de México.
Pero se consideró imposible que unos antiguos pobladores de México, como los
toltecas, hubiesen podido tener una tecnología minera más desarrollada que la
de los aztecas, posteriores a ellos. Sin embargo, esto no es lo que los aztecas
habían dicho. Los aztecas no sólo atribuían a sus predecesores toltecas el
oficio, sino también el conocimiento del lugar oculto del oro y la habilidad
para sacarlo de las montañas. En un manuscrito azteca, conservado en el Códice Matritense de la Real Academia, se
describe a los toltecas así: «Los
toltecas eran un pueblo hábil; todos sus trabajos parecen buenos, exactos, bien
hechos y admirables… Pintando, esculpiendo, tallando piedras preciosas,
trabajando con plumas o haciendo cerámica, hilando o tejiendo, los toltecas se
mostraban hábiles en todo loque hacían. Ellos descubrieron la turquesa, la
piedra preciosa verde; conocían la turquesa y sus minas. Encontraban sus minas
y encontraban las montañas en donde se ocultaba la plata y el oro, el cobre, el
estaño y el metal de la luna.»
La mayoría de los historiadores coinciden en que los toltecas
llegaron a las tierras del centro de México en los siglos anteriores a la era
cristiana, seguramente mil quinientos años antes que los aztecas aparecieran en
escena. ¿Cómo se explica que conocieran la minería del oro y de otros metales,
así como de piedras preciosas como la turquesa, mientras que los aztecas solo
recogiesen pepitas de oro de los ríos? ¿quién enseñó a los toltecas los
secretos de la minería? La respuesta parece estar en Quetzalcóatl, el dios Serpiente Emplumada. El misterio
de la gran acumulación de oro de los aztecas y su limitada capacidad para
obtenerlo, se repite en el caso de los incas. En Perú, al igual que en México,
los nativos obtenían el oro a partir de las pepitas que depositaban los ríos en
las orillas. Pero la producción anual de oro a través de este sistema no explica los
inmensos tesoros que se encontraron en manos de los incas. La inmensidad de estas riquezas
se hace obvia por las anotaciones que se guardaron en Sevilla, puerto de
entrada de las riquezas del Nuevo Mundo. En los Archivos de Indias, -todavía disponibles, se registró
la llegada de 134.000 pesos de oro en los cinco años que van de 1521
a 1525. En los cinco años siguientes, con los tesoros provenientes de México,
se registraron 1.038.000 pesos. De 1531 a 1535, cuando los embarques de Perú
comenzaron a sobrepasar a los de México, la cantidad se incrementó hasta llegar
a 1.650.000 pesos. Entre 1536 y 1540, cuando Perú se había convertido en la
fuente principal, los registros anotaron 3.937.000 pesos; y en la década de
1550, las recepciones totalizaron la increíble cantidad de casi 11.000.000 de
pesos.
Pedro de Cieza de León, uno de los principales
cronistas de la época, comenta en “Crónicas de Perú”, que en los años que siguieron a la conquista, los
españoles obtuvieron del imperio inca unas 15.000 arrobas de oro al año, y 50.000 de plata; es decir, la
astronómica cifra de 170 toneladas de oro y 567 toneladas de plata al año. Aunque Pedro de Cieza no menciona durante cuántos años se
estuvieron extrayendo estas enormes riquezas, las cifras nos dan una idea de la
cantidad de metales preciosos que los españoles fueron capaces de llevarse del
país de los incas. Las crónicas cuentan que, después de conseguir el gran
rescate pedido por el señor de los incas, después del saqueo de Cuzco y del
templo sagrado de Pachacamac en la costa, los españoles se hicieron expertos en
la extracción de oro en cantidades ingentes. En todo el imperio inca, los
palacios y los templos estaban decorados con oro. En el colmo de la avaricia y
desprecio hacia las culturas americanas, también obtuvieron oro de los objetos
de los enterramientos, aprovechándose de la costumbre inca de sellar las
residencias de los nobles y los soberanos fallecidos, dejando allí sus cuerpos
momificados junto con todos los objetos preciosos que habían poseído. Los
conquistadores sospecharon también que los indígenas se habían llevado algunos
tesoros a lugares ocultos, tales como cuevas o el fondo de lagos. Y también
estaban las huacas, lugares apartados de
culto, en donde se amontonaba el oro y se guardaba a la disposición de sus
propietarios, los dioses.
Los relatos de descubrimientos de
tesoros, logrados generalmente después de torturar a los indígenas para que
revelaran los lugares ocultos, llenan la crónica negra de los cincuenta años
que siguieron a la conquista. Con estos métodos, Gonzalo
Pizarro encontró el tesoro escondido de un señor inca que había reinado un
siglo antes. Y García Gutiérrez de Toledo descubrió una serie de montículos que
cubrían unos tesoros sagrados de los que se extrajeron alrededor de un millón
de pesos de oro entre 1566 y 1592. En 1602, Escobar Corchuelo se apropió en la huaca La
Tosca de gran cantidad de objetos valorados en 60.000 pesos. Y cuando se desvió
el curso del río Moche, se encontró un tesoro valorado en unos 600.000 pesos,
incluido un gran ídolo de oro. Dos exploradores, M. A. Ribero y J. J. von
Tschudi, describían en “Peruvian Antiquities”::
«En la segunda mitad del siglo
XVI, en el corto lapso de 25 años, los españoles exportaron desde Perú a
la madre patria más de cuatrocientos millones de ducados de oro y plata,
y bien se puede decir que las nueve décimas partes de todo esto no era más que
el botín tomado por los conquistadores; en este cálculo, dejamos de lado las
inmensas cantidades de metales preciosos enterrados por los nativos para
ocultarlos de la avaricia de los invasores, así como la famosa cadena de oro
que el inca Huayna Capac ordenó se hiciera con motivo del nacimiento de su
primogénito, Inti Cusi Huallapa Huáscar, y que dicen que fue arrojada al lago
Urcos… Tampoco se incluyen aquí las once mil llamas cargadas de vasijas
preciosas llenas de oro en polvo, con las que el desgraciado Atahualpa intentó
comprar su vida y su libertad, y que los arrieros sepultaron en el Puna tan
pronto supieron del castigo al que su adorado monarca había sido
traicioneramente condenado.»
Sin embargo estas grandes cantidades de oro eran resultado del
saqueo de las riquezas acumuladas y no de una producción sostenida. En unas
cuantas décadas, después de agotar las fuentes de los tesoros, la recaudación
de oro en Sevilla disminuyó hasta las 7.000 libras de oro al año. Sólo entonces
los españoles se pusieron a reclutar nativos para que trabajaran en las minas.
Pero aquel trabajo era tan duro que, al finalizar el siglo, el país estaba casi
despoblado, y la Corte de España se vio obligada a imponer restricciones en la
explotación de los trabajadores nativos. Se descubrieron y se explotaron
grandes filones de plata, como el de Potosí; pero la cantidad de oro obtenida
nunca pudo competir con los ingentes tesoros acumulados antes de la llegada de
los españoles ni se pudo explicar su origen. Buscando una respuesta al enigma,
Ribero y Von Tschudi escribieron: «El oro,
aunque era el metal más estimado por los peruanos, lo poseían en una cantidad
mayor que cualquier otro metal. Si se compara su abundancia en tiempo de los
incas con la cantidad que, en el lapso de cuatro siglos, pudieron extraer los
españoles de las minas y los ríos americanos, se hace evidente que los
indígenas disponían de unos conocimientos acerca de las vetas de este metal
precioso que ni los conquistadores ni sus descendientes llegaron nunca a
descubrir.». Y cuando la fiebre del oro de finales
del siglo XIX dominó Europa, muchos expertos en minería llegaron a creer que el
famoso «filón madre» del oro se encontraría en Perú.
La idea generalmente aceptada acerca de las Tierras de los Andes
era que «los metales preciosos que los peruanos obtuvieron
antes de la conquista española estaban compuestos en su mayor parte de oro
obtenido a través del lavado de las arenas de los ríos. No se encontraron pozos
nativos, aunque hicieron unas cuantas excavaciones en las laderas de las
colinas, en afloramientos de oro y plata». Esto es cierto en lo que
se refiere a los incas de los Andes y a los aztecas de México. Pero en tierras andinas, al igual
que en México, la cuestión de la minería prehistórica, la extracción del metal a partir
de rocas ricas en vetas, no ha quedado suficientemente demostrada. La posibilidad de que, mucho
tiempo antes que los incas, alguien tuviera acceso a las vetas de oro, sigue
siendo una explicación razonable para los tesoros acumulados.
Según S. K. Lothrop, en su obra “Inca Treasure As Depicted by
Spanish Historians”, «las minas modernas se ubican en lugares de actividad aborigen. Se
informa con frecuencia de antiguos pozos, y se descubren también herramientas
primitivas, incluso los cadáveres de mineros enterrados».
Tanto los cronistas como los expertos
contemporáneos, después de siglos de estudio, coinciden en que aquellas gentes
no daban un uso práctico al oro, excepto el del adorno de los templos de los
dioses y de aquellos que gobernaban al pueblo en nombre de los dioses. Los aztecas derramaron
literalmente su oro a los pies de los españoles, creyendo que representaban a
la deidad que regresaba. Y los incas, que al principio también vieron en la
llegada de los españoles el cumplimiento de la promesa de retorno de su deidad
desde más allá de los mares, pero nunca llegaron a comprender por qué los
españoles se habían comportado tan mal por un metal al cual el hombre no daba
uso. Todos los expertos coinciden en que ni incas ni aztecas utilizaban el oro
con propósitos monetarios, ni le daban un valor comercial. Sin embargo, a las
naciones sometidas les hacían pagar un tributo en oro. ¿Por qué razón? En las
ruinas de la cultura preincaica de Chimú, en la costa de Perú, Alexander von
Humboldt, el gran explorador del siglo XIX, descubrió gran cantidad de oro
enterrado junto con los muertos en las tumbas. Aquello le hizo preguntarse por
qué enterraban con oro a sus muertos, si éste no se estimaba por su valor
práctico.
La pregunta que uno podía plantearse era: ¿Quién y cuándo había
introducido tales costumbres y creencias? La única respuesta que les dieron a
los españoles fue «los dioses». Según
los incas “de las lágrimas de los
dioses se había formado el oro”. Y señalando a los dioses, repetían
la afirmación del Señor de la Biblia a través del profeta Ageo: “La plata es mía y el oro es mío, Así dice el Señor de los Ejércitos”. Probablemente en esta frase se
encuentra la clave que desvela los misterios, los enigmas y los secretos de
dioses, hombres y civilizaciones de la antigua América.
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