Hubo una
vez un dios al que le gustaban los festejos, las celebraciones y los convites,
que las personas celebraban para agasajar a sus familiares y amigos con
comidas, danzas y bailes.
Omácatl,
Dos Cañas, como se llamaba, también conocido como Huitznáhuac, aparecía en
todas estas celebraciones, ya que era obligado que aquél que diese una fiesta
debiera tener en la casa la imagen del dios; los encargados de llevarla desde
el templo eran los sacerdotes, de no hacerlo así, el festejante tendría
terribles pesadillas en las que vería a Omácatl reconviniéndole de esta manera:
-Tú, mal hombre, ¿por qué no me has honrado
como convenía? Yo te dejaré, yo me apartaré de ti y tú me pagarás muy bien la
injuria que me has hecho-
Era tal
el enojo de Omácatl que, vengativo, ponía en la comida y la bebida de la fiesta
cabellos para que el anfitrión quedase mal parado, lo cual era terrible, pues
el convite entre los señores mexicas era una manera de obtener prestigio y
estatus social; por lo tanto cada convite era una orgía de bebida y comida en
la que los señores daban regalos a los invitados consistentes en mantas,
tabaco, pañuelos, y flores.
Cuando amanecía, el anfitrión sacaba una figura de
un hueso grande, representativo del dios, que los principales y los teopixques
habían elaborado con tzoalli, la masa de amaranto sagrada.
El hueso se comía entre los invitados al festejo,
acompañándose con jícaras de pulque.
Previamente, le picaban la panza al
dios-hueso y lo dividían para distribuir los trozos. Se trataba de una especie
de sagrada comunión con Omácatl, el alegre.
Aquellos que comían de la imagen estaban obligados
a contribuir para la fiesta comunal de Omácatl.
Aquellos que deseaban obtener buena suerte, se
llevaban la imagen del dios a su casa por doscientos días, así sus riquezas
aumentaban porque Omácatl, que simbolizaba una de las tantas advocaciones de
Tezcatlipoca, compartía un signo fausto Ome Ácatl.
Nuestro dios se representaba acuclillado sobre un
haz de juncias, una planta de varas triangulares de bordes ásperos, gustaba
pintarse la cara de negro y blanco, y se colocaba en la cabeza una banda de
papel que anudaba por detrás, adornada de muchas borlas y piedras
chalchihuites.
Omácatl se cubría el cuerpo con una manta de fina
tela, adornada con una franja en la que estaban tejidas bellas flores; llevaba
un escudo con borlas en la parte baja y en la mano derecha portaba un magnífico
cetro semejante a una herradura con mango, cuyo nombre tlachialoni significaba
“miradero” y por el cual veía las acciones humanas.
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