Se dice que
en nuestro paso por esta vida debemos dejar algo bueno por lo que se nos
recuerde. Yo pienso dejarle a mis hijos, no dinero, ni cosas materiales, solo
el amor al trabajo bien hecho, aquel que se realiza con un verdadero deseo de
que todo salga bien, aquel en el cual ponemos todo nuestro entusiasmo y
esfuerzo para que simplemente al final del día nos invada aquella agradable
sensación del deber cumplido sabiendo que durante toda nuestra jornada no le
hicimos mal a nadie y solo dejamos nuestro esfuerzo por hacer de este mundo
algo un poco mejor en donde vivir.
Ante el mal tiempo, todos los pilotos nos volvemos
filósofos. Una noche tormentosa de verano me encontraba yo con mis cavilaciones
acerca de esta vida, cuando de repente me asalto la realidad, tenía que llevar
cuatro pasajeros a San Andrés Tuxtla en Veracruz. Al mirar el cielo oscuro y
ver como se iluminaba con los ocasionales relámpagos, una ligera corriente de
adrenalina recorrió mi cuerpo, espero
que esa tormenta no se encuentre en mi camino. Falsa esperanza. Después de despegar y enfilarme
hacia mi destino los relámpagos estaban a las doce ¿y ahora? – Pensé para mí-
Los pasajeros se veían tranquilos y confiados, sacaron unos tacos y cervezas y
se pusieron a comer. Mientras tanto yo no quitaba un segundo la vista de
aquella enorme tormenta que se interponía en nuestro camino. Resulto que no era
una ni dos, sino una serie de tormentas alineadas a lo largo de la Sierra Madre
Oriental, como es normal en el verano. El meteorólogo me había advertido que
las iba a encontrar en la ruta sin saber exactamente en donde ni a qué horas,
solo sabíamos que ahí iban a estar. Ese es el desafío de un piloto, saber en
dónde se encuentran los peligros que amenazan nuestra navegación y evitarlos.
Allá en la época de cadete recuerdo las clases que
recibimos sobre los peligros del tiempo meteorológico, de hecho la cosa era
sencilla: -lluvia, truenos y viento arrachado-…ni te acerques, creo que todavía
sigue vigente esa advertencia. Me llama la atención ver como a los jóvenes
pilotos los tiene sin cuidado el mal tiempo, confiados en sus aviones se lanzan
al aire sin ninguna mortificación. Pero atención. Con la naturaleza no se
juega. Si existe algo en esta vida sobre lo cual no existe poder humano que lo
pueda controlar es el tiempo meteorológico. Pilotos y marinos tenemos que aprender
a lidiar con el…pero más que nada…a respetarlo y con ello no me refiero a que
si aparece una nube en el firmamento ya no debemos despegar, no. Nuestra
obligación es identificar las condiciones potencialmente peligrosas para el
vuelo y evitarlas, es todo.
Las tormentas del verano son hermosas, vistas desde
lejos, a mí me gusta admirarlas pero con los pies en la tierra y secos. Es
sumamente gratificante ver desde tierra como se desenvuelve una tormenta.
Observar cómo se desencadenan las fuerzas de la naturaleza para mí tiene algo
de fascinación.
Su desarrollo incluye varias etapas en su corta vida.
Empiezan como inofensivas nubes esplendorosamente blancas. Lo que
realmente las pone en movimiento es una serie de desbalances. El calor y
la humedad las empiezan a alimentar y siguen creciendo, casi siempre en forma
vertical. Pronto se empiezan a definir sus bases y el régimen de ascenso de su
crecimiento a veces supera el de algunos aviones, ni pensar en superarlas.
Arriba de los 10,000 pies sobre el terreno empiezan los problemas, son tan
fuertes las corrientes ascendentes dentro de ellas que la turbulencia se torna
de ligera a moderada, esto se debe a que en una corta distancia podemos
encontrar simultáneamente corrientes ascendentes pero también descendentes lo cual impone unas cargas muy pesadas a las
estructuras de los aviones. Están apenas en su etapa de desarrollo. La humedad,
al verse violentamente desplazada dentro de una nube, se transforma debido a la
temperatura, aparecen las gotas liquidas por la condensación que son
transportadas de arriba para abajo varias veces hasta que se congelan y
empiezan a caer por su propio peso, sin embargo en capas inferiores encuentran
corrientes ascendentes que las vuelven a regresar hacia arriba, de ahí la forma
como capas de cebolla del granizo. El ciclo se repite hasta que se ven
expulsadas. Estamos en la etapa de madurez. La fricción entre moléculas genera
corriente eléctrica estática de signo negativo y positivo, al aumentar este
potencial ocurre una descarga, un relámpago. La súbita expansión del aire
origina un trueno y la corriente de miles de volts puede viajar de tierra a
nube, de nube a tierra y de nube a nube. Todo lo que encuentre en su camino va
a quedar achicharrado y casi siempre buscan el camino más corto. La lluvia se
convierte en torrencial, las corrientes descendentes son tan fuertes que llegan
a tierra y al chocar forman remolinos, las tolvaneras oscurecen el ambiente,
hace su aparición el tan temido “microburst” o “micro racha” que no es otra cosa
que un viento exagerado soplando en varias direcciones, es como una explosión,
si encuentra un avión en su camino lo mete en verdaderos problemas para poder
controlarlo, no importa el tamaño, ni la potencia de sus motores, actualmente a
estos cambios repentinos en la dirección e intensidad del viento se le llama:
“wind shear”; podemos aplicar el viejo dicho: “mejor que digan aquí corrió que
aquí quedo”. Lo mejor y casi lo único que pueden hacer los pilotos es tratar de
evitarlas a toda costa. Los radares modernos detectan con cierta precisión la
ocurrencia de tales fenómenos, proporcionando a los pilotos con una invaluable
herramienta para detectarlas y sobre todo para evitarlas. No siempre hacemos
caso, por eso suceden los accidentes.
Después de esta trifulca una tormenta se serena, bien
dice el dicho que ya conocen. Entramos a la etapa de disipación. Entre más
violentas, más rápido es su ciclo de vida.
Para mí como piloto, lo ideal sería vivir alejado de las
tormentas, pero no existe lugar en la tierra que esté libre de ellas, tal vez
solo en los polos. Todos los días, cada segundo en algún lugar en la tierra se
está desarrollando una tormenta, solo debemos sacarle la vuelta y dejar que la
naturaleza haga su trabajo. En la antigüedad poco se sabía de ellas. Cristóbal
Colón en su primer viaje tuvo suerte en el viaje de ida, no se topó con
ninguna, solo en el viaje de regreso cerca de las Islas Azores ahí si los
zarandeo una enorme tormenta que les hizo ver su suerte por varios días,
perdieron arboladura y velas, y todos maltrechos pudieron arribar a tierra.
Pienso yo que el alma humana nunca se siente tan indefensa como cuando
enfrentamos la furia incontrolada de la naturaleza, ahí si todo mundo se hinca
y pedimos perdón a dios deseando salir con bien. Hoy en día los barcos y los
aviones se pueden defender mejor de los embates del “mal tiempo” con un buen
radar y un piloto que lo sepa interpretar.
Aquella noche sofocada, caliente y húmeda en el Golfo de
México, en un avión modesto sin radar, ni por asomo pensaba yo en desafiar
aquellas tormentas que finalmente evadí sin que afectaran nuestra navegación.
Eso solo se aprende con la experiencia y aplicando un buen criterio en la toma
de decisiones. La secuela de aquella serie de tormentas tropicales fue que
atrás de ellas dejaron techos bajos y visibilidad reducida. Eso hizo que no
fuera posible aterrizar en la pista de San Andrés Tuxtla, rodeados de montañas,
ya de día y con el sol en alto.
“Ni modo”-
les tuve que decir humildemente a mis pasajeros- “no es posible aterrizar” “Nos vamos a Veracruz a
escuchar las marimbas en los portales, a un lado de la parroquia”, eso sí, bien secos y caminando. Nadie se quejó.
Después de efectuar un aterrizaje casi hasta los mínimos (dije: “casi”) en el
ILS y al estacionarnos en la plataforma bajo una pertinaz llovizna los
pasajeros se despidieron agregando: “gracias
por intentarlo, capitán”.
Existe indebidamente una cierta frustración en los
pilotos al no poder aterrizar en el aeropuerto de destino planeado, pero se nos
olvida que no controlamos a la naturaleza, y es infinitamente mejor aterrizar
en otro aeropuerto con mejores condiciones que arriesgarnos fútilmente. No hay
nada como acostarse en una cama con sabanas recién lavadas, con la conciencia
tranquila sabiendo que pusimos lo mejor de nosotros mismos. Sin querer me vino
a la mente el consejo más sabio que he escuchado: “cadete, en caso de duda:
váyase al aire”. Solo hay que saber cuando aplicarlo.
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