Cuando yo tuve a mi tercer
hijo, que fue hija, me puse muy grave, tan grave que el doctor Luis López me
dijo que me fuera yo a su casa, porque no podía estar viniendo tan seguido a la
mía. Mi esposo y yo aceptamos y nos fuimos a su casa. Una noche me sentía muy
mal, grave, tanto que el doctor ya le había dicho a mi esposo que no le daba
ninguna esperanza de que me salvara -después de mucho tiempo me enteré que
ellos sabían que no tenía remedio-
Esa noche que me sentía tan mal, no podía
dormirme por la temperatura y por los dolores. Todo estaba en penumbra, nada
más la luz del poste de la calle llegaba a la recámara.
Entonces vi a una
persona que se asomaba por el cristal, pero no podía entrar, se asomaba y se
asomaba y no podía entrar. Yo, por la angustia y la temperatura tan alta que
tenía no podía hablar. Al otro día, le dije a Alma Gloria, la esposa del doctor
Luis:
–Fíjate que anoche vino un
señor y quería entrar, pero yo no le pude abrir ni te pude hablar.
–No, no te preocupes, han
de haber sido los pañales colgados en el patio que se movían.
Entonces yo dije:
–Sí, han de haber sido los
pañales.
A la siguiente noche me dijo
Alma Gloria:
–Te voy a dejar la puerta
abierta porque hace mucho calor.
Esa noche apareció la misma
persona que la vez anterior. Vino y sí pudo entrar. Se acercó hasta mi cama y
me tocó la cabeza, me hizo cariños en la cabeza, y me dijo:
–Te vas a aliviar…
Al otro día Alma Gloria me
puso el termómetro y le dijo a Luis:
–Oye Luis, no tiene
temperatura.
–A ver, déjame ver, le
contestó el doctor.
Me volvieron a poner el
termómetro y yo no tenía nada de temperatura. Ese día comí muy bien, me pasó
toda la comida que me dieron. Comí bien y todo. Cuando regresó el doctor en la
tarde preguntó:
–¿Cómo siguió?
–Fíjate que comió muy bien.
–Mañana quiero que vayas al
consultorio para hacerte un examen general, me dijo
–Sí, le contesté.
Cuando me revisó al otro día
yo estaba perfectamente bien, todo bien. Yo no dije nada del señor, porque no
fueran a decir que habían sido los pañales. Pasó el tiempo, digamos un año o
año y medio, cuando en una ocasión estábamos escombrando el ropero de Lolita,
mi suegra, y encontramos un retrato.
–¡Lolita, Lolita, éste es
el señor que vi en la casa de Alma Gloria.
–¡Ay, no le hagas, si es el
tío Miguel, y tiene más de treinta años que está muerto!
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