A
mediados del siglo XVII residía en la villa campechana un caballero llamado
Gaspar González de Ledesma, que se contaba entre los miembros más conspicuos de
la elite local. Hombre acaudalado, su personalidad se manifestaba de acuerdo
con su favorable condición económica. Sustentaba Don Gaspar un criterio que hoy
se calificaría de pragmático, pues entre diversas concepciones, fruto de su
manera de apreciar las cosas, sostenía la opinión de que la vida pertenece a
los audaces. Típico de aquel rico hombre era el punto de vista de que la
modestia sólo conduce a frustaciones y lágrimas; y decía que los pobres lo son
por sus titubeos y miedos, que les impiden aprovechar las oportunidades que se
les ofrecen. Como se comprende, Don Gastar únicamente respetaba a sus iguales;
y a los humildes y desposeídos los ignoraba, si no es que sentía hacía ellos un
profundo desprecio.
En
materia de religión, Don Gaspar no era precisamente un ateo, pero tampoco se
distinguía por su piedad; y aunque por precaución no externaba sus convicciones
en este terreno, dadas las costumbres imperantes, a su juicio la oración y las
prácticas del culto representaban fruslerías y, según él, constituían el
refugio de los pusilánimes y fracasados.
Cierta
vez, el caballero de nuestro relato, después de una jornada de lucrativos
negocios que realizó en varias ciudades de España, se embarco en Cádiz para
retornar a Campeche. En la nao viajaban, como compañeros de travesía de
González, individuos de distintas nacionalidades y oficios que se dirigían a
América ya sea para ocupar una vacante disponible en la administración
colonial; ya para emprender una industria que sirviera para aumentar, mediante
la explotación de las fabulosas riquezas americanas, los dividendos del
comercio proteccionista de la Metrópoli; ya en plan de simples aventureros.
Entre aquellos pasajeros figuraba un fraile que marchaba al Nuevo Continente en
misión evangelizadora. Era el tal un ser menudo, apergaminado y enjunto, que en
la nave se mantenía apartado de los demás. Este hombre de Dios, a pesar de su
sencillez, atrajo la atención de Don Gaspar, quien le buscó conversación. El
hermano, a quien nombraremos Fray Rodrigo, no era lo que parecía, pues causó en
el de Ledesma la mejor de las impresiones tanto por su sabiduría como por su
conocimiento del mundo y, especialmente, por su filosofía inspirada en la fe y
las Sagradas Escrituras. No dejó Fray Rodrigo de percibir que se las había con
un descreído, y se las ingenió para iniciar su labor catequizadora atacando la
muralla de soberbia encarnada por Don Gaspar.
Durante
el trayecto, el burgués observó que el clérigo casi no tomaba alimentos, que
sistemáticamente rechazaba los que consumían la tripulación y los otros
viajantes, y que, para subsistir, usaba exclusivamente agua, miel y frutas
secas que guardaba en su zurrón. Además, el ricachón vio que Fray Rodrigo era
un devoto de la Santísima Virgen María, cuya imagen llevaba en el relicario. Y
como se estableció alguna camadería entre los dos personajes, en una ocasión
dijo Don Gaspar al fraile: -Hermano, vuestro estilo de vivir es una prueba de
que yo tengo razón y que vos estáis totalmente equivocado.
¿Por qué habláis así?-, preguntó Fray Rodrigo.
-Porque es evidente que no coméis porque estáis enfermo o porque sois pobre. En cualquier caso, vuestra situación procede del oficio a que os dedicáis, pues no hay otro más triste y contrario a la naturaleza que el de fraile. ¿Quién puede estar a gusto con nada si constantemente sufre privaciones y el escarnio de la gente, además de estar incapacitado para luchar por los bienes que hacen agradable la vida?
-No os expreséis así, hermano –repuso el misionero-, pues blasfemáis. Considerad que yo escogí la carrera de sacerdote por mi voluntad; y, por otra parte, habéis de saber que la Madre de Dios ha sido siempre mi bienehechora, como lo es de todos los hombres, y esto se refiere también a vos.
-¡Pamplinas! –respondió Don Gaspar-. Hasta ahora me he bastado sin nadie; y yo os garantizo que jamás necesitaré ayuda de ningún santo, que por lo demás no entiendo cómo pueda prestarme auxilio alguno. Entre los humanos, padre, únicamente cuentan la iniciativa y la astucia, aunque vos pretendáis que recibimos asistencia de arriba. Yo os aseguro que sólo el poder de un hombre es superior al de otro hombre.
¿Por qué habláis así?-, preguntó Fray Rodrigo.
-Porque es evidente que no coméis porque estáis enfermo o porque sois pobre. En cualquier caso, vuestra situación procede del oficio a que os dedicáis, pues no hay otro más triste y contrario a la naturaleza que el de fraile. ¿Quién puede estar a gusto con nada si constantemente sufre privaciones y el escarnio de la gente, además de estar incapacitado para luchar por los bienes que hacen agradable la vida?
-No os expreséis así, hermano –repuso el misionero-, pues blasfemáis. Considerad que yo escogí la carrera de sacerdote por mi voluntad; y, por otra parte, habéis de saber que la Madre de Dios ha sido siempre mi bienehechora, como lo es de todos los hombres, y esto se refiere también a vos.
-¡Pamplinas! –respondió Don Gaspar-. Hasta ahora me he bastado sin nadie; y yo os garantizo que jamás necesitaré ayuda de ningún santo, que por lo demás no entiendo cómo pueda prestarme auxilio alguno. Entre los humanos, padre, únicamente cuentan la iniciativa y la astucia, aunque vos pretendáis que recibimos asistencia de arriba. Yo os aseguro que sólo el poder de un hombre es superior al de otro hombre.
Y
en pláticas de este cariz iba transcurriendo el largo recorrido.
Pero
una mañana el capitán de la embarcación advirtió a los pasajeros que se
aprestaran a resguardarse porque en el horizonte se avizoraban señales de
tormenta. Efectivamente, al atardecer los signos del temporal se afirmaron, y
al entrar la noche se desató una furiosa tempestad. La marejada sacudía la base
zarandeándola como un juguete, y altas olas barrían la cubierta y los
compartimentos del bajel. Y, en vista de que a medida que las horas pasaban la
tormenta arreciaba, el capitán dispuso evacuar el barco que, por los embates
del huracán, estaba a punto de zozobrar. Mas no fue posible cumplir la orden
transmitida, Una sucesión de olas gigantescas se abatió sobre el navío que, al
quedar sin equilibrio, naufragó y fue despedazado por la potencia del terrible
maremoto.
Mientras
la tempestad continuaba azotando los restos del buque, los desdichados
ocupantes del mismo, incapaces de ponerse a salvo, desaparecían tragados por el
mar. Solamente el solitario fraile superó el desastre, pues, con ímprobos
esfuerzos, había logrado abordar unos maderos que, a modo de improvisada balsa,
le sirvieron para no se arrastrado por la vorágine al fondo del océano. Fray
Rodrigo, recobradas sus energías, oteaba alrededor suyo para ver de
descubrir a algún sobreviviente y tratar de ayudarlo. Pero todo era en
vano. El mar había absorbido a los navegantes. Sin embargo, un golpe de las
olas estrelló contra las tablas un cuerpo, y el misionero, con peligro de
perecer en el maremágnum, lo aprisionó por un brazo. Y depositándolo sobre la
balsa, que a cada minuto amenazaba irse a pique, reconoció, al destello de los
relámpagos, al rescatado: ¡Era Don Gaspar González, aquel que pensaba que el
mundo pertenece a los poderosos!.
La
tempestad amainó; y mientras el sacerdote, rezaba sus oraciones fúnebres por el
alma del comerciante, éste exhaló un gemido. ¡Aún vivía! Inmediatamente Fray
Rodrigo extrajo de su zurrón pócima que dio a beber al semiahogado, y segundos
más tarde Don Gaspar vomitó una tremenda cantidad de agua salada. Ya algo
reanimado, el fraile administró unas gotas de vino gracias a las cuales recobró
la lucidez. ¡Y su sorpresa no tuvo límites al saberse ileso en el centro del
Atlántico y al lado del franciscano!
En
los días que siguieron de náufragos, sometidos a la acción del inclemente sol y
moviéndose lentamente a la deriva, se mantuvieron con la parca ración que el
padre Rodrigo transportaba en su bolsa de peregrino. Hasta que las provisiones
se agotaron. Y entonces el hombre fuerte, el que siempre se había burlado de
los débiles y los pusilánimes, se entregó a la desesperación. -¿Qué vamos a
hacer, hermano Rodrigo? ¡Moriremos de hambre y de sed! ¡Yo no quiero morir!-
gritaba. A lo que el religioso contestaba: -¡Tened fe en Dios y la Virgen,
señor de Ledesma! No ganáis nado con quejaros. Si creéis en la potestad divina,
rogad de todo corazón por vuestra salvación, y yo os juro que aun
acariciaréis a vuestro nietos.
Para
colmo, una segunda tempestad estalló sobre los desgraciados; y, debido a la
irresistible vendaval que soplaba, la balsa se abrió por la mitad, con lo que
en su superficie ya sólo había espacio para uno de ellos. Don Gaspar, trémulo
de espanto, se aferró al madero. Y, antes de perder el conocimiento, escuchó
lejanamente la voy del fraile, que le decía: -No temáis, infeliz Don Gaspar.
Ahora comprobaréis que nuestra Madre nunca abandona a sus hijos. Sólo os pido
que elevéis vuestras plegarias a la Santísima Virgen, y confiad en que saldraís
de esta calamidad.
No
supo González cuánto tiempo estuvo inconsciente; pero, al despertar, se
encontró en tierra, en una playa desierta a ala que había sido arrojado por la
resaca. Quiso incorporarse, pero a extenuación se lo impidió. Y, al repetir su
intento, de su diestra resbaló un relicario en el que reconoció el que llevaba
al cuello Fray Rodrigo. Una especie de luz cegadora iluminó el descernimiento
del infortunado, y a su mente acudieron en tropel las escenas ocurridas en el
viaje y los dantescos acontecimientos de la tormenta. Aquilató hasta la última
raíz de su espíritu el desprendimiento del franciscano, que se sacrificó para
que él el altivo González de Ledesma, se librara de los horrores de la muerte.
Y cayó desmayado.
Personas
bondadosas que hallaron exánime náufrago se encargaron de proporcionarle los
cuidados necesarios para su restablecimiento. Y, ya suficientemente
fortalecido, le suministraron los medios para trasladarse de Cuba, la tierra a
donde providencialmente había sido lanzado por la borrasca, a Campeche.
De
más esta decir que Don Gaspar llegó al puerto transformado, y fue su cambio tan
completo que sus amigos apenas le identificaron: la soberbia se había trocado
en mansedumbre, y la ostentación de antaño se mudó en humildad. Obedeciendo a
un impulso sobrenatural, vendió su patrimonio y el producto lo distribuyó entre
los pobres.
Y
con una parte de lo obtenido mandó construir la capilla que, a ruego suyo, fue
puesta bajo la advocación de Nuestra Señora, consagrándose en el altar la
imagen del relicario de Fray Rodrigo.
Finalmente,
Don Gaspar solicitó ser designado guardián del templo; y, satisfecha su
petición, visitó el burdo hábito del ermitaño que, socorrido por la caridad
pública, terminó sus días en olor de santidad en calidad de siervo de Nuestra
Señora del Buen Viaje.
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