En el altar de la
iglesia del Convento de las Capuchinas, se encontraba una imagen de Jesús el Nazareno.
Era una bellísima imagen
elaborada en Guatemala, que, originalmente, estaba destinada para ser venerada
en la capilla de la casa de los condes de Santiago Calimaya, situada en la hoy
Avenida Pino Suárez número 30.
Después de permanecer en
la capilla por un tiempo, uno de los condes obsequió la escultura al convento.
Se trataba de una majestuosa imagen del Ecce Homo sangrienta y doliente como
pocas, los fieles temblaban de dolor y pena al verla, tal era su realismo.
Los ojos del Nazareno,
hechos de vidrio, expresaban una triste mirada plena de humildad y dolor,
eran el rasgo sobresaliente de la escultura.
La doliente imagen salía
en procesión todos los viernes santos y recorría las calles de la ciudad,
seguida de penitentes que se flagelaban las espaldas hasta desfigurarlas y
hacerlas sangrar.
El Nazareno era el
patrón de la Cofradía, y cada año le celebraban efectuando un novenario. Para
tal ocasión, en el presbiterio (espacio en torno al altar mayor) de la iglesia
de las capuchinas se levantaba un altar especial, en el que se remplazaban las
sencillas potencias de plata del Nazareno, por otras elaboradas en oro, con los
rayos cubiertos de esmeraldas, rubíes y diamantes, y con las bases adornadas
con una gran amatista y perlas.
Las potencias eran
hermosas, valiosas, y sumamente costosas. Las telas que engalanaban el altar
estaban bordadas por las manos de las diestras monjas con hilos de oro. Había
candeleros de plata maciza, tallados por artistas indígenas y mestizos que eran
un primor; en ellas se colocaban velas escamadas que las pacientes monjas
formaban para el efecto. No faltaban las flores en jarrones de fina porcelana
china.
Una tranquila tarde en
que el silencio cubría el convento y las monjas dormían la siesta, la iglesia
se encontraba cerrada.
Domitilo Alderete, el
sacristán, no dormía; aprovechaba el tiempo y el sosiego para arreglar los
pliegues de una cortina de damasco carmesí que se resistía a sus acomodos
estéticos.
Domitilo había sido un
artista de la acrobacia, pero desgraciadamente un mal día había sufrido un
cruel accidente que lo alejó por completo de su peligrosa profesión, pero
conservaba su agilidad y su fuerza. No le quedó otro remedio que volverse
sacristán, decisión de la que no se arrepentía.
Absorto en el arreglo de
la cortina, Domitilo Alderete escuchó de pronto que de la puerta que daba
acceso a la iglesia llegaban unos ruidos como si alguien quisiera forzarla por
medio de una ganzúa.
Al poco rato, un hombre
penetró al interior con mucho sigilo para no hacer ruido. Al verlo, Domitilo se
escondió detrás de la cortina y vio al hombre que de puntitas se acercaba al
altar del Nazareno. Subió hasta donde se encontraba la imagen y le arrancó de la
cabeza una de las suntuosas potencias, que guardó en un saco que traía para tal
efecto.
El ladronzuelo ya se
aprestaba a quitarle las otras dos potencias al Nazareno cuando el sacristán
tomó uno de los jarrones del altar y le dio tremendo golpe en la cabeza, quien
cayó al suelo medio atarantado; con esfuerzo consiguió abrir los ojos y su
mirada chocó con la doliente y acuosa del Cristo, cuyos ojos parecía que acaban
de llorar de tristeza y desencanto.
Al sentir la mirada, el
caco lanzó un grito desgarrador, su cuerpo empezó a temblar como el azogue, un
frío mortal le recorría las venas del cuerpo, su expresión acusaba miedo y
hasta terror pánico. Su rostro mostraba la palidez de los muertos y sus ojos
parecían los de un demente.
El criminal tenía por
nombre Teodosio Liñán, desde muy temprana edad se había dedicado al robo y a la
estafa, era vicioso y cruel, y la edad le había hecho refinar sus malas artes.
Era un delincuente de la
peor especie, que vivía en el pecado del vicio y la lujuria.
Al ver en el suelo al
hombre, el sacristán levantó a Teodosio en brazos y se dirigió hacia el Palacio
Virreinal. Cuando llegó, a todos los alcaldes del virrey les comunicó que el
hombre que llevaba era un ladrón sacrílego que había querido desvalijar al santo
Nazareno.
Teodosio, por su parte,
no escuchaba nada de lo que se decía, se limitaba a decir cosas incoherentes
que nadie entendía sin dejar de temblar. Fue enviado a la Cárcel de la Corte.
El preso gritaba furioso
y sudaba de miedo ante las cosas terribles que sólo él podía ver y oír y que le
perseguían causándole tal terror. Las autoridades se dieron cuenta que Teodosio
había perdido la razón y decidieron trasladarlo al Hospital de San Hipólito,
que en aquel entonces albergaba a la gente pobre que se volvía loca de atar.
Teodosio se quedaba
sentado en una esquina de la gran sala del hospital, muerto de miedo y con las
manos en los ojos tratando, en vano, de librarse de la mirada acusadora del
Nazareno que lo perseguía sin tregua.
Los sudores de miedo y los
temblores de pánico no le dejaban vivir, su vida era un calvario. Entre las
incoherencias que pronunciaba había frases que los guardianes entendían.
Teodosio decía: –¡Él me
dio una bofetada aquí!- Y se llevaba la mano a una de sus mejillas. El tiempo pasó;
muchos años habían transcurrido desde aquel sacrílego intento de robar el altar
del Nazareno.
Teodosio seguía igual,
si no es que peor, siempre viendo la mirada acusadora de aquellos ojos
inmóviles, que a veces lloraban de tristeza. El ladronzuelo ya nunca más
recobró la razón, sólo le restaba esperar la muerte y bajar a los tenebrosos y
calientes infiernos. Moraleja: Nunca se debe robar un recinto sagrado, so pena
de sufrir los desvaríos de Teodosio Liñán.
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