San Luis
Potosí es una bella ciudad mexicana localizada hacia el norte del país, en el
estado del mismo nombre.
En un
principio fray Diego de la Magdalena la llamó Pueblo de San Luis de
Mezquitique, en honor a Luis IX, rey de Francia; y Potosí se le
denominó por las ricas minas de plata de Bolivia a las cuales se dijo que
emularía.
En los
siglos XVII y XVIII estaba llena de frailes franciscanos, jesuitas y agustinos
que construyeron muchas iglesias y edificios. En el año de 1780, llegó a las
tierras de San Luis Potosí un sacerdote de la orden de los franciscanos.
No se
sabe a ciencia cierta qué atrajo al sacerdote para emigrar a San Luis, tal vez
le sedujo el clima o la riqueza de sus minas de plata, el caso es que el cura
llegó y se quedó a vivir en esos acogedores lares de buen clima y de gente
bondadosa.
Ya
asentado en la ciudad, se dedicó a buscar trabajo, y pronto lo encontró como
maestro en una de las mejores escuelas de la ciudad enseñando latín y otras
materias de las cuales era docto. Ya con trabajo seguro, buscó donde vivir y
los azares del destino lo llevaron a alquilar una casa en el barrio de la
Alfalfa, uno de los más solitarios de la ciudad.
Todo
marcaba a satisfacción, hasta que un día el sacerdote decidió dejar la escuela
y partir a buscar aventuras y trabajo con dos acompañantes que se consiguió;
eran estos unos jóvenes mozos de la misma ciudad. Se fue a recorrer varios
pueblos.
Con el
dinero que junto durante sus aventuras pueblerinas, pensaba comprarse algunas
cosas de las que tenía necesidad, y destinar una parte para ayudar a los
necesitados.
Cuando
regresó a su casa, dio órdenes a sus ayudantes para que desensillaran los
caballos, atendieran a las mulas y llevasen a los equinos al establo para que
reposaran.
Los
mocitos obedecieron lo mandado por su patrón y, una vez cumplida la faena, se
fueron a comer porque ya era hora y tenían mucha hambre.
Pero
nuestro sacerdote, como se encontrara muy cansado de las fatigas del viaje,
decidió irse a la cama en seguida, cumplir con Dios rezando sus oraciones y
dormirse.
Cuando
ya era bastante noche, los mocitos que no tenían un lugar mejor a dónde ir a
divertirse porque no lo había, y además eran casi unos niños pobres y humildes,
regresaron a la casa del sacerdote.
Al
llegar, lo primero que vieron llenos de espanto y sorpresa, fue el cuerpo del
sacerdote tirado a medio cuarto, todo cubierto de sangre. ¡Su patrón estaba
muerto!
Medio locos de terror, ambos jóvenes salieron pitando a la calle dando gritos
de espanto y pidiendo ayuda a todo aquél que les oyese.
Las
personas, sobrecogidas, empezaron a reunirse.
Alguien
alertó a las personas del Hospital Militar que se encontraba cerca,
acudieron soldados y médicos a la casa del sacerdote y confirmaron que era
verdad lo que gritaban los mozalbetes, el sacerdote estaba absolutamente muerto
y su muerte era un clarísimo y cruel asesinato.
Las
autoridades de la ciudad en seguida se dieron a la tarea de investigar lo que
había pasado con el pobre hombre asesinado.
Buscaron
por todos los rincones de la ciudad, y pueblos aledaños, en busca de
sospechosos que permitiesen dar con el asesino del religioso.
Apresaron
a varios candidatos, pero por falta de pruebas no pudieron arrestar a ninguno y
todos fueron puestos en libertad. Los muchachos ayudantes participaron en la
búsqueda con diligencia y comedimiento, pero no se pudo apresar al asesino de
marras.
Como los
dos muchachos quedaron desvalidos, la gente del barrio y de la ciudad ni
prestos ni perezosos les brindaron techo, comida, y trabajo.
Sin
embargo, un funcionario de la comisaría no se dejó convencer del desamparo y la
tristeza de los jóvenes, y sospechó de ellos.
El
funcionario, consciente de su deber, decidió apresarlos en el Hospital Militar.
Los
colocaron en cuartos separados, de tal manera que quedasen incomunicados. Se
les sometió a fuertes interrogatorios. Ante tal presión, los presos se culparon
uno al otro.
Uno de
ellos dijo que el otro era su primo, que era mayor que él, y que había
asesinado al sacerdote para robarle el dinero que había conseguido en su
recorrido por los pueblos, que por cierto no era mucho.
Las
autoridades, acompañadas de los reos, acudieron a la casa del religioso y
encontraron el dinero y el puñal que había servido para ultimar al pobre
hombre.
Una vez
descubiertos, los asesinos alegaron que el móvil del crimen no había sido el
robo del dinero, sino que se trataba de una venganza por el mal trato que el sacerdote
les había dado en el tiempo que estuvieron a su servicio trabajando por los
pueblos.
De nada
les valió tan torpe excusa, se les acusó, formalmente, de ser los responsables
de tan cobarde homicidio y se les sentenció a la horca y a que les fuesen cortadas
ambas manos.
Los
chicos consiguieron abogados defensores que lograron que la sentencia fuese
interrumpida en varias ocasiones.
El
juicio duró cerca de cinco años. Pero al final venció la justicia y los
acusados fueron ahorcados, y sus manos cortadas y exhibidas en la morada del
sacerdote donde había ocurrido el triste suceso.
Las
manos asesinas se colgaron del muro exterior de la casa del Callejón de la
Alfalfa que era solitario, oscuro, triste y tenebroso. Desde entonces, el
callejón recibió el nombre del Callejón de las Manitas.
Todas
las personas tenían miedo de pasar por tal callejón; si era necesario caminar
por él, se entraba rezando una oración que no debía finalizar sino hasta
haberlo cruzado totalmente.
Alguna
persona piadosa o fastidiada del olor de las manitas podridas, las quitó un día
del muro… pero, ¡Oh prodigio, al otro día volvieron a aparecer! Y así sucedió
por mucho tiempo: si las manitas se quitaban, al poco tiempo volvían a aparecer
colgadas en el muro.
Pasaron
los siglos y el prodigio persistía; hasta que un buen día el barrio se
modernizó, el callejón se convirtió en una vía ancha… y ¡las manitas nunca más
se volvieron a ver!
Sin
embargo, la leyenda nos dice que en el lugar donde antes estuviese la famosa
casa del sacerdote, en las noches del mes de noviembre se ven flotar en el
espacio cuatro manos esqueléticas que tratan de encontrar el muro del que
fueran colgadas; asimismo, puede verse el fantasma de un sacerdote pequeño y
triste, vestido con una vieja y raída sotana, que aparece por la calle y
desaparece al doblar la esquina.
Si usted
no cree en lo relatado, vaya a la ciudad de San Luis Potosí, localice el lugar
donde estuviera el antiguo Callejón de la Alfalfa, y trate de cruzarlo una
noche de noviembre… le aseguro que se llevará un tremendo susto.
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