El
ritual de los voladores se empezó a practicar en Mesoamérica desde épocas muy
remotas, desde el Período Preclásico Medio.
Las
culturas del Occidente de México lo representaron en figuras de cerámica.
Se
llevaba a cabo con la concepción de un eje central que simbolizaba el eje del
universo, y como parte de ritos de fertilidad y de sacrificios gladiatorios.
Los
mexicas la adoptaron dentro de sus rituales asociados con el Sol.
Fray
Juan de Torquemada nos dice que para llevar a cabo el rito se traía de los
montes un tronco grueso de árbol, se le quitaba la corteza hasta que quedaba
completamente liso.
El
tronco tenía que ser lo suficientemente alto para que un hombre volando pudiese
dar trece vueltas alrededor de él.
En la
parte de arriba del tronco se colocaba un cuadrado de madera de dos brazadas de
ancho y largo, la hoy en día llamada “manzana” que giraba; en cada esquina
llevaba cuerdas lo suficientemente fuertes para soportar el peso de un hombre,
pues cuatro eran los danzantes que participaban y simbolizaban los cuatro
rumbos del universo o puntos cardinales, más un caporal que dirigía el ritual y
connotaba el centro del mundo.
El
descenso de los danzantes representaba la fertilidad y la caída de la lluvia.
Este rito se practicaba en los períodos de dura sequia.
Los
danzantes iban vestidos con hermosos trajes de plumas de aves, para representar
búhos, águilas, guacamayas, y quetzales.
Un mito
totonaco nos cuenta que en la época anterior a la llegada de los españoles en
el Señorío del Totonacapan se presentó una severa sequía que desoló la región
de plantas y dio muerte a innumerables personas.
Los
sabios abuelos decidieron solucionar el problema y escogieron a hombres jóvenes
vírgenes para que fuesen al monte y escogieran el árbol más alto y bello que
encontraran, para utilizarlo en un ritual.
Los
dioses se sentirían complacidos y venerados y enviarían la lluvia tan deseada.
Así
pues, se decidió que el ritual se iniciara en la parte más alta del tronco a
fin de que las deidades pudiesen escuchar los ruegos de los humanos.
Los
dioses compadecidos ante los fervientes totonacos, se apiadaron de ellos y les
enviaron la tan deseada y necesaria lluvia.
Ante lo
efectivo del rito, se decidió que la ceremonia se llevaría a cabo con
regularidad para mantener contentos a los dioses.
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