Juan Diego Cuauhtlatoatzin, El Águila que Habla, nació
posiblemente el 5 de abril (o de mayo) del año de 1474, en Cuautitlán,
-localidad que formaba parte del dominio mexica, asentada a veinte kilómetros
de Tenochtitlán-, en el barrio de Tlayácac. Sus padres le pusieron el nombre de
Cuauhtlatoatzin. Juan Diego pertenecía a la etnia chichimeca, era un pobre
macehualli, gente del pueblo; no era ni noble ni sacerdote ni esclavo, era un
pobre artesano que fabricaba mantas que vendía en su pueblo o en el mercado de
Tlatelolco. Recibió el bautizo cristiano a manos de los padres franciscanos de
Tlatelolco en el año de 1524. El encargado de bautizarlo fue fray Toribio de
Benavente, llamado por los indios “Motolinia”; es decir, “el pobre”. En su
bautismo recibió el nombre de Juan Diego y su esposa el de María Lucía.
Juan Diego era un hombre muy piadoso, razón por la cual los frailes le
apreciaban. Cada semana, Cuauhtlatoatzin acudía a la iglesia de Tlatelolco a
oír misa y a recibir el catecismo. Salía de Tultepec, su pueblo, muy de mañana,
y siempre pasaba por el cerro del Tepeyac.
Según testimonio de los ancianos vecinos de
Cuautitlán, recopilados en las informaciones jurídicas de 1666, en el Proceso
Apostólico, Juan Diego llevó siempre una vida absolutamente ejemplar. Un
testigo que le conoció, Marcos Pacheco, afirmaba que: era
un indio que vivía honesta y recogidamente, buen cristiano y temeroso de Dios y
de su conciencia, de muy buenas costumbres y modo de proceder. Otra
persona que le conoció de nombre Andrés Juan, afirmaba que Juan Diego era un
“santo varón”, elogios con los que concordaban todos los que le conocieron. Su
carácter era reservado y místico. Le gustaba el silencio y las penitencias.
Cuando su esposa murió en 1529, Cuauhtlatoatzin se fue a vivir con un tío suyo
de nombre Juan Bernardino que vivía en el pueblo de Tolpétlac, distante
catorce kilómetros de la iglesia de Tlatelolco.
Según cuenta la leyenda, el sábado 9 de
diciembre de 1531, cuando Juan Diego contaba con 57 años, se escuchó en el
cerro del Tepeyac el hermoso canto de un pájaro tzinitzcan, que anunciaba la
aparición de la Virgen María. Como es sabido la Virgen le pidió al indio Juan
Diego que pidiese a las autoridades se le construyese un santuario. Fueron
cuatro las apariciones divinas que tuvieron lugar entre el 9 y el 12 de
diciembre. De este hecho quedaron algunos testimonios indígenas escritos, como
la Crónica de Juan Bautista en la que se relatan algunos hechos acontecidos
entre 1528 y 1586, y que constata: In Ypan xihuitl 1555 años icuac monextitzino
in Santa Maria de Quatalupe in ompac Tepeyacac. Es decir, En
el año de 1555 fue cuando se digno aparecer Santa María de Guadalupe, allá en
Tepeyácac.
Otro documento importante en que se narra
lo acontecido al indio Cuahtlatoatzin en el cerro del Tepeyac lo tenemos en el
Nican Nipohua, escrito originalmente en náhuatl y posteriormente traducido al
español. El Nican es una de las más importantes fuentes religiosas de dicho
acontecimiento. Este documento fue escrito por don Antonio Valeriano
(1520-1605), sabio indígena y alumno de fray Bernardino de Sahagún. En esta
relación podemos leer:
Aquí se narra se ordena, cómo hace
poco, milagrosamente se apareció la perfecta virgen santa maría madre de dios,
nuestra reina, allá en el Tepeyac, de renombre Guadalupe.
Primero se hizo ver de un indito, su
nombre Juan Diego; y después se apareció su Preciosa Imagen delante del
reciente obispo don fray Juan de Zumárraga.
Diez años después de conquistada la ciudad de México, cuando ya estaban depuestas
las flechas, los escudos, cuando por todas partes había paz en los pueblos, así
como brotó, ya verdece, ya abre su corola la fe, el conocimiento de Aquél por
quien se vive: el verdadero Dios.
En aquella sazón, el año 1531, a los
pocos días del mes de diciembre, sucedió que había un Indito, un pobre hombre del pueblo. Su
nombre era Juan Diego, según se dice, vecino de Cuauhtitlan, y en las cosas de
Dios, no todo pertenecía a Tlatelolco.
Era sábado, muy de madrugada, venía
en pos de Dios y de sus mandatos.
Y al llegar cerca del cerrito llamado Tepeyac ya amanecía. Oyó cantar sobre el
cerrito, como el canto de muchos pájaros finos; al cesar sus voces, como que
les respondía el cerro, sobremanera suaves, deleitosos, sus cantos sobrepujaban
al del coyoltototl y del tzinitzcan y al de otros pájaros finos.
Se detuvo a ver Juan Diego. Se dijo:
¿Por ventura soy digno, soy merecedor de lo que oigo? ¿Quizá nomás lo estoy
soñando? ¿Quizá solamente lo veo como entre sueños? ¿Dónde estoy? ¿Dónde me veo? ¿Acaso
allá donde dejaron dicho los antiguos nuestros antepasados, nuestros abuelos:
en la tierra de las flores, en la tierra del maíz, de nuestra carne de nuestro
sustento; acaso en la tierra celestial?
Hacia allá estaba viendo, arriba del
cerrillo, del lado de donde sale el sol, de donde procedía el precioso canto
celestial, Y cuando cesó de pronto el canto, cuando dejó de oírse, entonces oyó
que lo llamaban, de arriba del cerrillo, le decían: “Juanito, Juan Dieguito”.
Luego se atrevió a ir a donde lo
llamaban; ninguna turbación pasaba en su corazón ni ninguna cosa lo alteraba,
antes bien se sentía alegre y contento por todo extremo; fue a subir al
cerrillo para ir a ver de dónde lo llamaban. Y cuando llegó a la cumbre del cerrillo,
cuando lo vio una doncella que ahí estaba de pie, lo llamó para que fuera cerca
de ella Y cuando llegó frente a Ella mucho admiró en qué manera sobre toda
ponderación aventajaba su perfecta grandeza. Su vestido relucía como el sol,
como que reverberaba, y la piedra, el risco en el que estaba de pie, como que
lanzaba rayos; el resplandor de ella como preciosa piedra, como ajorca… parecía
la tierra como que relumbraba con los resplandores del arco iris en la niebla…
En referencia a la petición de la Virgen consta en el Nican
Nipohua que le dijo: Sábelo ten por cierto, hijo mío el más
pequeño… mucho deseo que aquí se levante mi casita sagrada.
Su deseo se cumplió, como lo podemos
afirmar cinco siglos después…
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