En el siglo XVI, vivía en México un español llamado Gonzalo
Espinosa de Guevara, llegado a estas tierras con fortuna y con una hija de
cerca de 20 años de nombre Beatriz.
Enorme fortuna, belleza y virtud le agenciaron
a la muchacha innumerables suplicantes, que nunca lograron su amor.
Hasta que llegó don Martín de Seópolli, noble
italiano que se enamoró locamente de ella al punto de no permitir el paso de
ningún caballero por la calle donde vivía Beatriz.
Lo que evidentemente no les pareció justo a los demás
pretendientes. Muchas veces se discutió al ritmo de las espadas, saliendo
vencedor siempre el italiano. Todas las mañanas se encontraba el cuerpo herido
o sin vida del osado que pretendió acercarse a la casa y ella, aunque amaba a
Martín, sufría porque se derramaba tanta sangre por su culpa y también por los
celos de su amado.
Una noche en ausencia de su padre e inspirada
por el martirio de Santa Lucía -que entregó lo más preciado de su rostro, sus
ojos, al pretendiente que con su insistencia trataba de alejarla de la virtud-,
llevó a su recámara un brasero encendido, y mientras lloraba y pedía fuerza a
la Santa, hundió su rostro en el fuego, pensando que no podía permitir que don
Martín siguiera matando a más inocentes, hasta que cayó sin conocimiento.
Un
fraile al escuchar su grito de dolor entró a la casa, la auxilió con remedios
caseros mientras le preguntaba qué había pasado.
Beatriz le explicó y dijo que esperaba que cuando don Martín
viera su rostro dejaría de celarla, amarla y de matar a tantos caballeros.
La reacción de don Martín al retirar el velo con el que se había
cubierto la cara y mirar el hermoso rostro desfigurado fue arrodillarse y
declarar su amor.
Pidió su mano a Don Gonzalo y días más tarde se casó.
Ella entró a la iglesia con la cara cubierta por un tupido velo
blanco y después, las pocas veces que salía, siempre lo hizo con el rostro
tapado. Nadie volvió a ver el hermoso rostro de Beatriz, que Don Martín,
calmado en su amor propio, guardó en el pensamiento.
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