Una
noche del mes de Abril del año de gracia de 1592, desembarcó en las playas de
Campeche un grupo de personajes misteriosos. La maniobra ocurría en la zona de
los manglares, que ahora se hallan a un paso de la ciudad, pero que, en aquel
entonces, estaban a considerable distancia del pequeño puerto y se perdían en
la espesura tropical característica de la región.
La del desembarco era tierra de nadie,
y la selva que allí crecía propicia para disimular diligencias de forajidos. De
más está anotar que el silencio reinaba en el lugar y que, a excepción de las
figuras que se agitaban en la playa, ningún otro ser humano podía localizarse a
esas horas en las cercanías, ya que aquellos andurriales permanecían desiertos
incluso de día. El grupo llegado del mar en la negrura de la noche lo componían
cuatro sujetos; y, quien hubiera sido testigo de lo que acontecía, habría observado
que dos de los personajes, por su atuendo y sus gestos, no eran sino
filibusteros, y los dos restantes, prisioneros que los bandidos habían
adquirido en alguno de sus abordajes oceánicos.
Habiendo amarrado el bote en que
desembarcaron, los cautivos, en acatamiento a las órdenes de los piratas que,
sable en mano, dictaban perentorias disciplinas, pusiéronse en marcha hacia el
interior cargando sobre sus hombros dos enormes cofres que, a juzgar por el
lento paso de los porteadores, habían sido llenados a toda su capacidad de peso
de varias decenas de kilos. La caravana se internó en la jungla y a poco arribó
a las faldas del cerro en donde posteriormente fue construido el castillo de
San José el Alto, subió por una vereda y desviándose en la cima se dirigió a un
emplazamiento en que, traspuesto en seto de arbustos, apareció la boca de una
caverna. Los piratas, que, por la seguridad con que se movían en medio de la
obscuridad en esos parajes, indudablemente estaban familiarizados con la
geografía del sector, mandaron a los cargadores penetrar en la gruta; y,
caminando durante varios minutos por los pasillos de la misma y alcanzando un
punto alejado de la entrada, ordenaron detener la marcha y depositar la carga
en tierra.
El lector habrá comprendido ya que los
cofres contenían oro y joyas en gruesas cantidades, producto de las
depredaciones de los asaltantes, y que, siguiendo una tradición practicada en
la hermandad, los ladrones del cuento habían llevado al sitio mencionado su
botín para enterrarlo allí y agregarlo al caudal que periódicamente habían ido
depositando en el refugio. Con los picos y palas que transportaron, los
prisioneros, cumpliendo las indicaciones de sus captores, se dedicaron a cavar
apresuradamente en el piso; y al cabo de una hora habían abierto ya una oquedad
suficientemente amplia para recibir el precioso cargamento.
Mientras los cavadores transpiraban
copiosamente después de terminada su ruda tarea, el que se conducía como jefe,
examinando la hondonada abierta, exclamó satisfecho: -Habéis hecho un buen
trabajo por lo cual os felicito. Estoy contento de vosotros y, para demostraros
mi reconocimiento, os permitiré que descanséis para ahuyentar todas las fatigas
que os hemos obligado a pasar.
Y, esto diciendo, lanzó una sonora
carcajada que retumbó diabólicamente en la cueva. Los desgraciados presos se
dieron cuenta de la sorna con que hablaba el desalmado solamente cuando vieron
que se apoderaba de las pistolas que llevaba en bandolera sobre el pecho, y un
rayo de luz iluminó sus embotadas conciencias: ¡estaban condenados a muerte!
Luego de asesinar a sangre fría a sus
víctimas, los truhanes arrojaron los cadáveres al foso preparado para el
tesoro, bajaron los cofres colocándolos sobre los cuerpos sin vida y
procedieron a ocultar los vestigios de su fechoría rellenando adecuadamente,
con la tierra extraída, el marco de los acontecimientos.
Regularmente, en el transcurso de tres
años, se repitieron escenas semejantes a la descrita; de manera que la caverna
de la historia se almacenaba ya, en el subsuelo, una fortuna respetable, de
cuya existencia únicamente los dos piratas del presente relato poseían el
secreto. Y en el año de 1595, hacía el mes de Diciembre, encontramos nuevamente
a los dos pillos, en el camarote del jefe, poco después de haber obtenido un
cuantioso botín arrebatado a una nao mercante que, pertrechaba con una
fuerte dotación de oro en barras, se dirigía de Veracruz a España y ahora yacía
en el fondo del Golfo.
Decía el cabecilla: -oye bien,
dinamarqués: Como tú me has sido fiel en las buenas y en las malas, aunque sea
yo un villano tengo también corazón, y quiero confiarte que éste será nuestro
último viaje a Campeche. Has de saber que mañana, después de desembarcar y
ejecutar lo acostumbrado, no volveremos a la nave. Proyecto establecerme en ese
puerto como un honrado burgués, por lo cual tengo con qué. Y, por supuesto, tu,
que has sido mi compañero leal, compartirás mi hacienda, pues no soy ingrato,
para que te instales donde te plazca.
A lo que el dinamarqués respondió: -De
acuerdo, capitán, y no puedo menos que agradeceros vuestra generosidad y alabar
vuestra decisión. Estoy presto a obedeceros como siempre. Pero ¿no creéis que
la tripulación entrará en sospechas cuando no nos vea regresar?
-¡Ca!
¡Descuida! Nuestros amigos tienen cuenta con la justicia, igual que nosotros,
aunque hasta hoy no hayamos sido identificados; y si no nos ven volver,
pensarán que las autoridades nos descubrieron; y, para evitarse dificultades,
zarparán olvidándose de nosotros.
El
danés conociendo la mentalidad bucanera, entendió que su jefe decía la verdad,
y respondió: -Tenéis razón, capitán. Nuestros hombres no querrán sacrificarse
por vos, pues por algo son piratas, a pesar de que siempre habéis tratado
equitativamente en todo. Y no dudo que, convencidos de que caímos en manos del
verdugo, no desaprovecharán la oportunidad para adueñarse de vuestro velero
creyendo que son muy listos.
-¡Adelante,
pues! –Dijo el jefe- Y no se hable más del asunto.
Al día siguiente, los bandidos
desembarcaron en el sitio habitual y ordenaron a sus prisioneros marchar al
escondite del tesoro. Ya en la gruta, abierta la cavidad para depositar el
botín, el capitán sacó las pistolas para despachar a los infortunados
porteadores; pero, al pretender disparar, las armas no funcionaron.
Reaccionando, los prisioneros, quisieron escapar, pero fueron bloqueados en su
intento de fuga por el danés que, de certeros mandobles, envió a los indefensos
al otro mundo.
-¡Bien
hecho, dinamarqués! –gritó el capitán-. Y ahora procedamos a sepultar a éstos y
repartirnos el tesoro para avecindarnos en Campeche.
-¡Un
momento, capitán! ¡Vos no iréis a ninguna parte! –dijo el danés-. ¡Tiempo ha
que esperaba una ocasión como ésta, y ahora que se presenta no voy a
desperdiciarla!
-¿Qué
quieres decir, insensato?-, rugió el jefe.
-Quiere
decir, capitán –repuso resueltamente el danés-, que si creéis en Dios o en el
diablo rezad vuestras oraciones a cualquiera que os convenga, pues ya sois
hombre muerto.
Y
vació sus pistolas sobre el sorprendido filibustero, que rodó exánime a los
pies del facineroso.
Varios años después, un personaje de
rostro curtido por el sol, que había llegado al puerto en calidad de gran
señor, contrajo matrimonio con una hermosa y aristocrática dama. Y, aunque por
lo bajo se comentaba que el personaje tenía modales de rústico, que salpicaba
su conversación con juramentos de mozo de cubierta y que, además de insolente,
acusaba feroz aspecto, su riqueza garantizaba su elevada alcurnia. Y los
desposados fueron el tronco de una de las más linajudas y renombradas familias
que hubo en Campeche durante el período colonial.
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