Florentino
Montenegro vivía en Guanajuato y se dedicaba a buscar yacimientos de plata y
oro. Le iba muy bien en su trabajo y era apreciado por las personas que le
rodeaban dada su simpatía innata.
Una
cierta noche, Florentino salió de la cantina muy borracho y se dirigió a su
casa por el Callejón de los Perros. De pronto, escuchó una voz que le llamaba
por su nombre, se volvió a ver de donde procedía y vio a una mujer parada junto
a una puerta.
La
mujer le invitaba insistentemente a pasar a su casa, alegando que hacía mucho
frío y que quería proporcionarle algo de calor. Florentino se acercó a la mujer
y se la quedó viendo. Se trataba de una mujer muy guapa, rubia y vestida de
blanco. El minero, al verla, aceptó de inmediato la invitación. El cuarto era
pobre, había una mesa con botellas de vino, una cama y un anafre en el cual
estaba una cafetera. Las paredes estaban adornadas con calaveras. La mujer le
ofreció una copa de vino que Florentino aceptó gustoso. La bella mujer le dijo
al borrachales que le iba a llevar a un lugar donde se divertiría mucho; lo
tomó del brazo y le llevó hacia una puerta que conducía a un subterráneo.
Conforme
bajaban todo se oscureció y Florentino se empezó a asustar, aun cuando siguió
adelante para no quedar mal con aquella muchacha que harto le gustaba.
Siguieron bajando y el lugar era cada vez más frío y se sentía un fuerte olor a
azufre. Los escalones nunca terminaban.
Florentino
pudo darse cuenta que el lugar era como una especie de mina con socavones y con
entes que gemían horriblemente. Florentino estaba aterrado y muy cansado de
tanto bajar; quería regresar, pero su machismo se lo impedía. Por fin llegaron
a una gran sala en donde unos seres endemoniados se peleaban y se pegaban.
El
pobre minero no sabía qué hacer, pues al mismo tiempo que veía esos horrores,
la bella mujer le miraba con amor y no soltaba su mano. De repente, la mujer le
soltó y se fue convirtiendo en calavera, la carne se le cayó y solamente quedó
su esqueleto.
La
lava escurría por las paredes y Florentino se trataba de librar de ella como
podía, cuando vio a un enorme diablo que llevaba cargando el esqueleto de lo
que creyó una guapa joven. Ambos, demonio y esqueleto, miraban a Florentino y
le insultaban. Tratando de escapar, el minero dio con las escaleras y empezó a
subirlas rápidamente, hasta que llegó al cuarto desvencijado a donde la mujer
le había invitado a entrar. Saliendo de aquel antro precipitadamente, el minero
corrió hacia su casa.
Como su estado era
lamentable, pues Florentino parecía un idiota que no podía hablar y sólo miraba
al espacio, su esposa fue a buscar a un curandero. El hombre estaba hechizado y
había que hacerle una limpia. Pero no conforme con ello, la mujer acudió a ver
al sacerdote de la iglesia, quien acudió a la casa de la esposa y obligó a
Florentino a relatarle lo que la había sucedido.
Al oír el relato, el cura
le dijo a Florentino que le llevara a la casa de la bella mujer. Al llegar a la
casa el sacerdote se acordó que en aquella casa había vivido una mujer hacía ya
treinta años, y que él la había ayudado a bien morir.
Entraron
ambos al cuartucho, donde seguía la mesa con las botellas de vino y el anafre.
La puerta que conducía al subterráneo se encontraba donde Florentino la
recordaba, pero los escalones daban a una salida a otro callejón. Entonces, el
cura le dijo al gambusino que lo que le había pasado era una experiencia
demoníaca por llegar una vida tan desordenada y por gastar su dinero en
parrandas y en mujeres de la vida fácil.
Arrepentido Florentino de
sus malos hábitos, juró ante la Virgen que dejaría las malas costumbres para
siempre. Y lo cumplió, transformándose en un hombre serio y responsable, que
ahorro mucho dinero y se volvió muy rico.
Por su parte el sacerdote
exorcizó la casa de la bella mujer, para que nunca más se le apareciera a
ningún borrachín parrandero. Sin embargo, por las noches se aparece una mujer
bella vestida de blanco por el famoso Callejón del Diablo, que gime y se
lamenta e invita a los trasnochados a entrar en su humilde casa.
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