Hace muchos años, en la época de la Inquisición y
el Santo Oficio, vivía en la ciudad de Córdoba una hermosa mujer. No tenía
padre ni madre. Sola en el mundo la llamaron Soledad. Tenemos que decir que era
Mulata.
Como no era bien visto en esos tiempos un color
diferente al blanco de la piel. Los indios y los negros no tenían derechos y
esta mujer siendo mulata atestiguaba la unión entre dos razas. Su extremada
belleza la hizo blanco de requiebros, volviéndola huraña. Las mujeres empezaron
a hacer correr el rumor de que ella sabía de embrujos, magia y encantamientos.
Aseguraban haber visto por las noches salir de las ventanas de la choza donde
vivía una luz intensa y escuchar música extraña y misteriosa. Las autoridades
del Santo Oficio y sus propios vecinos empezaron a espiarla para comprobar sus
nefastas relaciones con el maligno. Al contrario, la veían ir a misa. Esto
acallaba los rumores y calmaba a las autoridades de la Santa Inquisición.
No así a Don Martín de Ocaña, Alcalde de Córdoba,
hombre entrado en años que ardía de pasión por la Mulata. Le confesó su amor,
llegó a prometer regalos y premios si cedía a entregarle su cuerpo. La Mulata
no estuvo dispuesta ni siquiera a sonreírle, mucho menos a brindarle un gesto
de esperanza.
Un hombre desairado es el peor enemigo que puede
tener una mujer. Mucho más si este hombre es el alcalde de Córdoba. Peor aún si
la mujer vive en esa Ciudad, es sola y por añadidura mulata.
Para deshacerse, al mismo tiempo, del desagravio,
de la razón de su sufrimiento, de la mujer que más se odia tanto cuanto más se
ama, el alcalde acusó a la Mulata de haberle dado un bebedizo para hacerle
perder la razón. La denuncia con la esperanza de verla arder en una pira de
leña verde. Suya o de nadie.
La misma noche, el alcalde seguido por sus
sirvientes, asistentes, policías y hasta amigos, rodearon la choza de la Mulata
y en nombre de la Santa Inquisición le mandan abrir la puerta, pero ella, presa
de justo miedo, no obedece. El despliegue de las fuerzas que utilizaron para
detenerla era como para aprehender a las bandas de salteadores que por esas
épocas merodeaban el camino de Córdoba a Veracruz.
Por fin fue apresada y llevada en una carreta
descubierta, custodiada por el Santo Oficio hasta las seguras mazmorras del
castillo de San Juan de Úlua, donde fue encerrada en espera de su castigo.
Unos dicen que fue en el mismo San Juan de Úlua en
Veracruz. Otros por el contrario afirman que sucedió en los calabozos del
Palacio de la Santa Inquisición en la Plazuela de Santo Domingo, en México,
Capital de la Nueva España.
Lo cierto es que después de su rápido juicio se
encontró culpable de sostener pactos con el maligno, la sentencia decía que
Soledad, la Mulata de Córdoba, como ya era conocida, fuera quemada con leña
verde, en presencia de los ciudadanos para que tomaran claro ejemplo de lo que
no se debe hacer y dar justo escarmiento, de los que, como ella, se apartan de
los caminos del bien.
Toda la noche, en lugar de rezar las oraciones pertinentes
que demostraran su arrepentimiento, aunque de todas maneras sería inmolada en
el fuego, Soledad la pasó dibujando con un trozo de carbón un barco en la pared
del calabozo. Con tal maestría y primor que el carcelero que al otro día en la
madrugada fue a buscarla, quedó pasmado ante tal obra de arte.
Tenía perfectamente delineados todos los aparejos
de un bajel dispuesto para una gran travesía en alta mar. Ante la sorpresa del
guardia, Soledad le preguntó con una amplia sonrisa. “¿Qué es lo que le falta a
esta embarcación?”. A lo cual contestó presuroso el guardián. “Andar”. “Pues
mira como anda” le respondió la Mulata subiendo ágil por las escalerillas del
barco. Todavía se volvió para despedirse de sus captores con un suave gesto de
la mano indicando su adiós. Mientras el galeón desaparecía ante los
desorbitados ojos del centinela.
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