Un día llegó a la Ciudad
de Mexico-Tenochtitlan el príncipe Itecupinqui, hijo del Señor totonaca
Itzcahuitl. Iba muy enfadado por los terribles tributos que su pueblo debía
pagar a Moctezuma Xocoyotzin. Cuando caminaba por la plaza del Templo Mayor,
vio a Teizalco, la esposa de Moctezuma, hija de Totoquihuatzin, el Señor
de Tlacopan, y a Tecuichpo, Copo de Algodón, la hija preferida del Huey
Tlatoani. El príncipe quedó sumamente impresionado por la belleza de Copo,
joven, esbelta y bella como una flor recién abierta. Siguió su camino hasta el
palacio del Tlatoani. Cuando entró en la sala de recepciones vio al
emperador sentado en su silla de oro. Moctezuma era atractivo, de piel morena y
brillante, cabello negro y lacio que le caía a los hombros, sus facciones
recias y masculinas desmentían su carácter un tanto cuanto timorato.
Itecupinqui iba con
Ichcatzin el hechicero más competente del Totonacapan que Moctezuma había
pedido se le trajese, para que le diera luz acerca de un suceso que le
preocupaba. El Huey Tlatoani se les quedó mirando fijamente, sin ocultar su
interés, pues sabía que tenía enfrente al más famoso guerrero y al más
competente de los chamanes de tierras totonacas. Pausadamente, el monarca
habló: - Ha poco tiempo unos pescadores me han traído de la laguna un ave
semejante a una grulla, que lleva un espejo en medio de la cabeza. El espejo es
redondo y muy pulido, en él vi a las mamalhuaztli, las estrellas del cielo que
perforan y taladran. A más de ello, en el espejo aparecieron unas personas
extrañas montadas en animales que desconozco, parecidos a venados pero sin
cuernos; estos hombres llevaban armas diferentes a las nuestras. Mis
tonalpoulques no conocen el significado de estos prodigios. Por eso quiero que
tú, Ichcatzin, me digas que significan. El hechicero sacó de su morral una
calabaza donde guardaba ololiuhqui, una hierba alucinógena, la masticó, y
afirmó que ahora podría ver el pasado y el futuro. Minutos después, Ichcatzin
dijo: -No quisiera inquietarte, sabio soberano, pero las profecías de
Quetzalcóatl se están cumpliendo. Unos hombres blancos llegarán por el Oriente,
destruirán nuestras ciudades y matarán a nuestros hermanos, los dioses serán
vencidos y sus templos destruidos, nuestros señoríos se acabarán. Es el regreso
de la Serpiente Emplumada, Quetzalcóatl. Moctezuma al escuchar tales palabras
sintió que el mundo se desplomaba.
Ichcatzin y el príncipe
se apresuraron a regresar a Papantla, donde vivían, temiendo la cólera del
tlatoani. Debían asistir a la fiesta dedicada a Centeocíhuatl, la diosa del
maíz. Terminada la fiesta, Itecupinqui fue a buscar a Petálcatl, una vez que le
hubieron ofrecido a la diosa el sacrificio de tórtolas, codornices y conejos.
Ambos guerreros estuvieron hablando mucho tiempo, y decidieron preparar al
ejército para la guerra con los seres extraños, para defender la libertad de
los indios, sus hermanos. Al darse cuenta de la cobardía de Moctezuma pensaron
que había llegado el momento de liberarse del yugo azteca. Pero Cacamatzin, el
mejor guerrero azteca, se enteró de las intenciones del príncipe totonaca, y
raudo se dirigió hacia sus tierras. Totonacas y mexicas pelearon en una cruel
batalla. Flechas y macanas hirieron a los soldados de ambos mandos, murieron
muchos guerreros, fue una espantosa carnicería. En un momento dado, junto a la
escalinata del templo a Centéotl, se encontraron frente a frente Cacama e
Itecupinqui, pelearon con sus filosas macanas. Ambos eran notables y valerosos
guerreros. Súbitamente el guerrero totonaca se tropezó y el Caballero Águila
aprovechó la ocasión para asestar un terrible golpe de macana en el pecho del
príncipe que le dejó fuera de combate y herido de muerte. Cacamatzin lanzó un
estridente grito de victoria y procedió a cortarle las manos a su contrincante.
Las manos amputadas eran un poderoso talismán con poderes mágicos. Contento con
su trofeo Cacama se creía invencible, gritaba enloquecido: -¡Ya tengo las manos
del guerrero más poderoso del Totonacapan! ¡Ahora seré invencible y famoso!
Cacamatzin llamó a
Catzintli, un reconocido embalsamador, para que le preparase las manos que
había de llevar hasta Tenochtitlán para presentárselas, lleno de orgullo, a
Moctezuma II. Pero Catzintli quería mucho a Itecupinqui, porque había conocido
a su padre, y había servido en su corte. Esa misma noche, aprovechando un
descuido de los mexicas, tomó las manos cercenadas y huyó.
Llegó hasta el río
Chichicasepa y en un trozo de roca basáltica gris esculpió las maravillosas
manos de Itecupinqui. Cuando terminó, enterró las manos del guerrero y se
dirigió al templo de la diosa Centeocíhuatl, colocó en su altar el par de
manos esculpido en la roca, para que la diosa protegiera a los totonacas de los
terribles acontecimientos que se avecinaban.
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