El más importante
dios del agua fue Tláloc, Néctar de la Tierra, dios del rayo, de la lluvia, y
de los terremotos; hacía brotar con su lluvia las verdes plantas, los árboles y
las frutas; enviaba los relámpagos, los rayos, las tempestades, los peligros del
mar y de los ríos.
Habitaba el Tlalocan,
el paraíso, situado en la región oriente del universo, donde con su cara y
cuerpos teñidos de negro o azul y su olla en la espalda hecha de plumas de
quetzal, aguardaba majestuoso, haciendo sonar sus cascabeles, a que sus fieles
adoradores le rindieran homenaje el tercer mes, Tezoztontli, y le ofrecieran
las primicias de las flores que colocaban en el templo llamado Iopico, que
nadie estaba facultado para oler antes que el dios.
A los diosecitos
llamados tlaloques se les reverenciaba el primer mes, Atlacahualo, en la misma
fecha que hoy celebramos la Purificación de la Virgen de la Candelaria.
Estos duendecillos,
hermanos de Chalchiuhtlicue, moraban junto a Tláloc en el Tlalocan, desde donde
presenciaban los sacrificios de niños que se les ofrecían en los montes
cercanos a la ciudad de Tenochtitlán.
Desde el interior de
los cerros, los tlaloques enviaban a la Tierra cuatro clases de agua. Para ello
se valían de vasijas de barro, las cuales rompían causando pavorosos truenos y
lluvia en abundancia.
Había cuatro
tlaloques principales, que a su vez eran ayudados por los ahuaque y los
ehecatotontin, almas de aquellos que habían muerto por enfermedades, o a causa
de accidentes relacionados con el agua. Para la fiesta dedicada a los tlaloques
los sacerdotes buscaban muchos niños de teta, comprándolos a sus madres:
escogían aquéllos que tenían dos remolinos en la cabeza, y que hubiesen nacido
bajo un signo fausto; pues decían que éstos eran más agradables al sacrificio y
los dioses otorgaban mucha agua.
Uno de los tlaloques más importantes fue
Nappatecuhtli, patrono de los que trabajaban las palmas y los carrizos. A él se
le agasajaba con una fiesta en la que se vestía a un hombre con los atavíos del
dios, para después sacrificarlo. El día que debía morir, le ponían en la mano
un recipiente de color verde pleno de agua.
Con una rama de
sauce, Nappatecuhtli rociaba a sus adoradores con el líquido. Lo mismo hacia
con las casas por las que iba pasando antes de su sacrificio. El propósito de
tal ritual consistía en purificar y “bendecir” hombres y moradas.
Chalchihiuhtlicue, La
de la Falda de Jade, gobernaba las aguas de los mares y los ríos. Producía
tempestades y ahogaba a quien anduviese por dichas aguas. Era la patrona de los
vendedores de este preciado líquido, pues el agua solía venderse en las canoas
que recorrían el lago y en los mercados de Tenochtitlán y Tlatelolco.
La cara de la diosa
estaba pintada de color amarillo y portaba un hermoso collar de piedras
preciosas, chalchihuites, con pandantif de oro. Llevaba una diadema de papel
azul con un penacho de plumas verdes; orejeras de turquesa y huipil con enredo
azul claro.
Su fiesta principal,
la Etzacualiztli, se celebraba en el mes del mismo nombre, para cuya ocasión se
elaboraban unas puchas, etzalli, hechas de maíz amarillo. Los antiguos creían
que toda el agua de los ríos provenía del Tlalocan, el Paraíso Terrenal, de
donde la mandaba Chalchiuhtlicue.
Los montes estaban
situados sobre él, razón por la cual estaban plenos de agua. Es por ello que
los sacrificios y homenajes que se dedicaban a los dioses del agua se
efectuaban en los cerros, porque nada podía haber tan sagrado que esta
bendición proveniente del Tlalocan: el átl.
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