Había una vez dos dioses que vivían en el silencio y la
oscuridad.
No existían la naturaleza, los animales ni los hombres.
Solamente un inmenso mar en reposo, donde acostumbraban pasear Tepeu y
Gucumatz.
Vivían bajo plumas verdes y azules en el Cielo, junto a
Corazón del Cielo, Huracán, El de una sola Pierna. Un día en que estaban
platicando decidieron que se hacía necesario dar vida
al hombre y a la naturaleza.
Huracán aceptó y así lo dispuso, Huracán que es tres en
uno: Caculhá-Huracán, Chipi-Caculhá y Raxá-Caculhá. Y bajo el conjuro de las
palabras de Tepeu y Gucumatz, el mar se retiró, surgió la Tierra: las montañas,
los valles. Luego, aparecieron las corrientes de agua, los arroyos. Una vez
creada la Tierra, los dioses agradecieron a Corazón del Cielo y a Corazón de la
Tierra.
A continuación, aparecieron los animales del monte, los
espíritus del bosque, de la montaña y de los bejucos, los pájaros, los venados,
los tigres, las serpientes; a todos ellos les asignaron un lugar en la Tierra
donde deberían vivir por siempre, y a cada uno les dieron habla a la manera de
cada especie, para que alabaran a Corazón del Cielo y a Corazón de la Tierra.
Pero los animales no hablaban como de los hombres, y por
lo tanto no podían decir los nombres de los dioses, ni rezar ni venerarlos como
era debido.
De tal manera que la pareja creadora decidió que debían
dar vida a otros seres que fueran obedientes y pudieran adorarlos. Pero como
los dioses eran buenos decidieron darles a los animales otra oportunidad para
que hablaran, pronunciaran sus nombres y los venerasen.
Pero fue inútil, los animales siguieron sin hablar y solo
emitían los sonidos propios de su especie: graznaban, croaban, gruñían, piaban.
Ante tal incapacidad, los dioses dijeron a los animales que su destino sería
ser cazados y comidos.
Estos hombres podían hablar, pero no tenían razonamiento.
Con el agua se desbarataron. Los dioses fueron a ver a los adivinos Ixpiyacoc e
Ixmucané (por otros nombres Hunahpú-Vuch y Hunahpú-Utiú): la Abuela del Día, el
Abuelo del Alba.
En seguida, los dos dioses viejos echaron sus granos de
maíz y de tzité para adivinar lo que se debía hacer para lograr crear a los
seres destinados a venerar a los dioses. Después de llevar a cabo la ceremonia
adivinatoria, los Abuelos dijeron que los hombres se deberían formarse de
madera. Los dioses se pusieron manos a la obra y labraron muñecos de madera que
eran la imagen de los hombres de la tierra y que contaban con la capacidad de
hablar.
Los muñecos se aparearon y tuvieron hijos; pero tenían un
defecto: carecían de alma, no tenían entendimiento, caminaban a gatas, y no se
acordaban de Corazón de Cielo al que, por supuesto, no veneraban. Carecían de
sangre, sus manos y pies eran inconsistentes, su carne estaba amarilla, su cara
enjuta.
Ante tal horror, los dioses destruyeron a estos primeros
hombres mal hechos, Corazón del Cielo envió un terrible diluvio que dio fin a
su existencia.
Tepeu y Gucumatz hicieron un nuevo hombre con tzité, y a
la mujer le hicieron su carne con espadaña; pero no hablaban ni pensaban, por
lo cual una resina llegó del Cielo, Xecotcovach les vació los ojos,
Camalotz les cortó la cabeza, Cotzbalam los devoró, el Tucumbalam les rompió
los huesos y los nervios, y los molió, por no haber sabido venerar a Corazón de
Cielo, a Huracán.
En ese momento, una lluvia negra cayó en la Tierra.
También llegaron los animales y los maltrataron y reclamaron a los hombres el
mal trato que sufrieron y el servirles de alimentos, y llegaron los enseres
domésticos y les rompieron las caras a los hombres por haberlos atormentado con
el uso diario.
De esos hombres quedaron sus descendientes: los monos. Es
por tal acontecer que los monos se parecen tanto a los hombres.
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