Hasta
hace algunos años existía, a corta distancia de lo que hoy es el centro de la
ciudad, una estrecha callejuela conocida con el nombre de Callejón del
Diablo.
La
citada vía, que empezaba en el descampado de San Martín y desembocaba en la
Zanja, consistía en un pasadizo sombrío bordeado de árboles frondosos y
atravesaba un paraje solitario en el que, a modo de vivienda, se descubría una
casucha paupérrima habitada por un tísico.
Como se
comprende, ya sea por el enfermo, por el nombre del callejón o quizá por su
lobreguez, el hecho es que poca gente se aventuraba de día por esa ruta; y
quien la utilizaba, procuraba salvar su recorrido apresuradamente.
Naturalmente,
de noche únicamente los temerarios se atrevían a cruzar la tal callejuela;
teniendo para ello que valerse de todos sus sentidos, pues después del ocaso
reinaba allí una profunda obscuridad.
Y viene
el cuento. En cierta ocasión, uno de aquellos bravos que son capaces de
tragarse el propio diablo volvía a casa, luego de una sabrosa plática con sus
compañeros de la ritual tertulia nocturna. Se internó en el callejón y,
hallándose casi a mitad del camino, acertó a vislumbrar una figura que se
apoyaba en el tronco de uno de los árboles mencionados.
Tuvo un
ligero sobresalto, per inmediatamente se recuperó y mustió para sus adentros: -“¿Con
que forajidos a mí, eh? ¡Ahora verás!”- Y empuñando las manos, se dirigió
resueltamente hace el sujeto.
Ya se
encontraba a unos metros del individuo cuando, de pronto, se iluminó la escena
y surgió ante los ojos del valiente un ser horrendo que reía malignamente.
El
noctámbulo sintió que la tierra se hundía bajo sus plantas; pero, acicateado
por su instinto de conservación, en lugar de desmayarse se puso pies en
polvorosa, logrando así evadirse de una segura desgracia.
La
noticia de que el callejón de marras se aparecía el demonio cundió entre la
población y, a consecuencia del incidente ocurrido al trasnochador de la
historia, se propaló que otras personas ya habían sido asustadas por el
monstruoso espectro.
Y, si
regularmente el callejón era escasamente transitado en las noches, al
comprobarse que Lucifer se había establecido en él, ya nadie osaba ni por
equivocación usar este camino después de ocultarse el sol.
Y, como
sucede siempre que se trata de las calamidades públicas, alguien ducho en
cuestiones diabólicas aconsejó que, para evitar que el diablo comenzara a
incursionar fuera de su reducto y se abatiese sobre la comunidad quién sabe con
qué malditos fines, se depositaran diariamente bajo el árbol infernal algunas
ofrendas, de preferencia joyas y monedas de oro.
Y así se
hizo. Lo curioso del caso es que los supersticiosos que todas las mañanas iban
a dejar obsequios a Satán, observaban que los del día anterior se habían
esfumado, lo que les afirmaba en su convicción de que el diablo se complacía
con los regalos que el pueblo le brindaba.
Pero el
misterio llegó a oídos de dos fornidos pescadores sanfrancisqueños, que ya se
las habían visto en sus correrías marinas hasta con basiliscos, de manera que
estaban curados de espanto. Y dialogaron así los lobos de mar: -“¿Qué te parece
lo del diablo de San Martín?”-
-“A mi
me parece que hay gato encerrado, y que el diablo ése tiene costumbres de
ratero. Y tengo para mí que, como buenos hijos de Dios, si hay algo que no
debemos permitir es el robo a sus ovejas, aunque el ladrón sea el mismo Belcebú”-
-“¿Crees
que podamos hacer algo?”- preguntó el primero; -“Sospecho que sí”- contestó
filosóficamente el interpelado.
Esa vez,
al filo de la medianoche, dos siluetas penetraron resueltamente en el pavoroso
callejón. Y, como es de rigor, el presunto diablo esperaba pacientemente
apoyado en su árbol para infundir el terror del más allá al desprevenido
transeúnte que se arriesgase a ingresar en aquellos dominios del infierno.
Ya estaba el padre de las tinieblas listo para
encender su cartucho de azufre y mostrarse a los que se aproximaban cuando
súbitamente, a la luz de una antorcha nacida de la nada, vio emerger la imagen
peluda, armada de negros cuernos y larga cola, del auténtico Satanás.
No se
reponía todavía de la sorpresa cuando experimento en las posaderas la mordedura
de un fuego que le quemaba las entrañas, y que no era más que un tizón al rojo
vivo que diestramente acababa de aplicarle en esa región uno de los pescadores;
pues ya supondrá el lector que los sanfrancisqueños eran los autores del
contraataque diabluno. Presa de un pánico indescriptible, el cavernícola sólo
atinó a decir: -“¡Jesús, el diablo quiere llevarme!”- y, profiriendo aullidos
demoníacos, emprendió velocísima carrera, comparados con la cual los récords
olímpicos no son sino juegos de niños.
A la
noche siguiente, los pescadores se apostaron en el callejón, y, aunque montaron
guardia hasta el alba, el diablo no apareció por ningún lado.
Sin
embargo, al poco tiempo de la vergonzosa retirada del adversario, se averiguó
que un prominente personaje de la localidad se debatía entre la vida y la
muerte a causa de una extraña y repentina enfermedad que, en forma de llagas,
se le manifestó en los glúteos, aparentemente producidas por quemaduras
profundas.
El
individuo sanó porque, según opinión del vulgo, se arrepintió de sus culpas y
donó a una institución par pobres un lote de joyas, entre las cuales muchos
creyeron reconocer las que ofrecieron al diablo junto al árbol.
Así fue
ahuyentado el Ángel Malo de su madriguera de San Martín.
Y
solamente quedó como recuerdo de los sucesos acaecidos el sugestivo nombre de
Callejón del Diablo con que se designó durante largos años al siniestro
recoveco antes de que, con el avance de la urbanización, desapareciera
definitivamente de la red de vías pintorescas de la ciudad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario