La mañana del día 9 de diciembre de
1531, muy tempranito, un indio mexicano, natural de Cuautitlán, llamado
Cuahtlatoatzin, bautizado Juan, y por sobrenombre Diego, acudía desde su pueblo
Tolpétlac a oír misa al templo de Santiago el Mayor, Patrón de España, ubicado
en el barrio de Tlatelolco.
Cuando al llegar el alba
arribó al pie del cerro del Tepeyac, oyó que de la cima provenía un dulce y
melodioso canto de pajarillos que se esparcía por todo el lugar.
Asombrado, volteó hacia
el sitio de donde procedía tal prodigio y vio una nube blanca y resplandeciente
rodeada de un colorido arco iris. Súbitamente, escuchó una dulcísima voz que le
hablaba en lengua náhuatl, al tiempo que vio una hermosa señora que decía:
-Hijo mío, Juan Diego, a
quien amo tiernamente como a pequeñito y delicado, ¿A dónde vas?
A lo que Juan Diego le
respondió:
-Voy, noble dueña y
señora mía, a México al barrio de Tlatelolco a oír la misa que nos muestran los
ministros de Dios y sustitutos suyos.
Seguido lo cual, la
Virgen hizo su famosa petición:
-Sábete, hijo mío, muy
querido, que soy yo la siempre Virgen María, Madre del verdadero Dios, Autor de
la Vida, Creador de Todo y Señor del Cielo y de la Tierra, que está en todas
partes, y es mi deseo que se me labre un templo en este sitio, donde, como
Madre piadosa tuya y de tus semejantes, mostraré mi clemencia amorosa, y la
compasión que tengo de los naturales y de aquellos que me aman y buscan y de
todos los que solicitaren mi amparo, y me llamaren en sus trabajos y
aflicciones; y donde oiré sus lágrimas y ruegos, para darles consuelo y alivio;
y para que tenga efecto mi voluntad, has de ir a la ciudad de México, y al
palacio del Obispo, que allí reside, a quien dirás que yo te envío, y como es
gusto mío que me edifique un templo en este lugar, le referirás cuanto has
visto y oído, y ten por cierto tú, que te agradeceré lo que por mí hicieras en
esto que te encargo, y te afamaré y sublimaré por ello; ya has oído, hijo mío
mi deseo; vete en paz, y advierte que te pagaré el trabajo y diligencia que
pusieres; así harás en esto todo el esfuerzo que pudieres.
Ante esta divina petición, Juan Diego acudió presto a entrevistarse con fray Juan de Zumárraga, primer obispo de México, quien desconfiado del relato del indio, no le creyó y le despidió pidiéndole que volviese en unos días.
Desalentado Juan
Diego por la poca credibilidad que otorgó Zumárraga a su relato, por la tarde
regresó al Tepeyac para informar a la Virgen del fracaso de su misión y pedirle
que encomendara la tarea a alguien más importante y respetado que un simple indio.
Sin embargo, María
Santísima insistió en que debía regresar al otro día a llevar de nueva cuenta
su petición al obispo.
El indio aceptó con
profunda humildad y al día siguiente, domingo 10 de diciembre, después de oír
misa, Juan Diego volvió al palacio del obispo, humillado y con lágrimas en los
ojos.
Ante tanta
insistencia Zumárraga empezó a dudar y formuló ciertas preguntas al indio, al
tiempo que le pedía algún prodigio o señal que le indicase que, efectivamente,
se trataba de la Madre de Dios.
Entonces, Juan Diego
se marchó, seguido de cerca por frailes menores encargados por el obispo de
espiarle en sus pesquisas; pero, misteriosamente le pierden la pista una vez
llegado al cerro.
El indio le hizo
saber a la Virgen la petición del prelado y le instó a regresar al día
siguiente, para darle la señal demandada. Pero, el 11 de diciembre Juan Diego
faltó a la cita con la Virgen debido a que su tío Bernardino, a quien quería
mucho y era como su padre, tuvo fiebre muy alta causada por la enfermedad
llamada por los indios cocoliztli.
Fue tan mal curado
por los médicos indios que fue necesario llamar a los religiosos de Tlatelolco
para que le diesen la Extremaunción.
Así, la madrugada
del 12 de diciembre, Juan acudió a Tlatelolco evitando pasar por el sitio de
las apariciones.
La Virgen, al darse
cuenta de la maniobra, se le apareció por el paraje por donde iba Juan Dieguito
y lo interceptó preguntándole hacia dónde se dirigía.
El indio, apenado,
le explicó a la Madre del Señor la razón de su incumplimiento, a lo cual la
Virgen le ordenó que fuese a lo alto del cerro a recoger rosas en su ayate y se
las entregase a Zumárraga y díjole:
-Ves aquí la señal que has de llevar al obispo, y le dirás que por señas de estas rosas, haga lo que le ordeno...
Maravillado Juan Diego
de encontrar rosas en un cerro tan yermo, agarró las más que pudo y se dirigió
a la ciudad de México.
Llegó ante Zumárraga,
desplegó la tilma, cayeron las rosas al suelo, y apareció la imagen de la
Virgen de Guadalupe tal como la conocemos hoy en día ,
plasmada en la más humilde de las vestimentas.
Más tarde, el obispo y
otros clérigos acompañaron a Juan Diego a su casa, donde el tío Bernardino,
sano y contento, relató que se le había aparecido la Virgen para devolverle la salud e indicarle que, de ahora en
adelante, la nombraran la Virgen María de Guadalupe.
En cuanto al divino
ayate, fue guardado por el Obispo de México en su capilla particular y, poco
después, llevado al altar mayor de la Catedral, para que todo el pueblo pudiese
admirar tal portento.
Hoy, la sagrada imagen
de la Virgen aparece en el interior de los hogares, en comercios, en los
talleres, en los transportes, en las fachas de las casas y aun en los altares
de muertos.
Con su nombre se llama a
miles de mujeres mexicanas. En todo México su presencia se enraíza
profundamente, cohesiona y da identidad a los mexicanos. La devoción
guadalupana es profunda, impulsa constantemente a los peregrinos a asistir a la
Villa de Guadalupe desde los más remotos confines de México y aun del extranjero.
La asistencia a la
Basílica constituye una forma de venerarla, sobre todo el 12 de diciembre
cuando diversas manifestaciones de la religiosidad popular se congregan
confundidas en un sincretismo ancestral en que se funden lo indígena con lo español,
para dar vida a la fiesta más importante de nuestro calendario ritual.
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