Una tarde, un conejo comía granos en un campo de trigo. Iba distraído,
sin ocuparse de otra cosa que no fuera masticar y masticar lo más rápidamente
posible, cuando oyó que dos ratas platicaban en voz baja.
Una decía:
−¡Qué buena suerte tengo! He encontrado una cueva llena de trigo, de un
trigo grande, dorado, como si lo hubieran escogido para que yo lo encontrara.
−Pues sí que es buena suerte, porque los conejos escogen lo mejor del trigo para comérselo y para llevarlo a sus bodegas.− comentaba la otra rata.
−Pues sí que es buena suerte, porque los conejos escogen lo mejor del trigo para comérselo y para llevarlo a sus bodegas.− comentaba la otra rata.
El conejo oyó parte de la conversación, y especialmente lo que decían de
los conejos, y como era muy curioso y quería enterarse de
todo, fue acercándose al lugar donde estaban las ratas y se escondió detrás de
una cerca.
−Lo que no quiero es que los conejos sepan que he encontrado esa cueva
tan bien abastecida, porque en un momento cargan con el trigo y me dejan sin
qué comer en el invierno.
−No es por curiosidad, comadrita, pero ¿dónde está la cueva? No tenga
desconfianza; si se lo pregunto es sólo para ayudarle a cuidar el tesoro.
La otra rata empezaba ya a decirle a la comadre dónde estaba la cueva,
cuando el conejo, para oír mejor, estiró la cabeza por encima de la cerca y las
orejas empezaron a crecerle tan rápidamente, que por más que se las detenía,
iban crece y crece para arriba; le crecieron tanto que las ratas, cuando se
dieron cuenta de aquellas orejas tan grandes, se echaron a correr,
asustadísimas, dejando la platica para otra ocasión.
Y desde entonces los conejos tienen las orejas tan largas, tan largas
como las de aquel conejo curioso.
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