Había una vez un jovencito
tarahumara que se llamaba Flecha Dorada.
Tenía solamente diez y seis
años. Vivía con sus padres y tres hermanos en Guachochi.
Junto con su familia, el
muchachito se dedicaba a trabajar la tierra, la cual cada vez producía menos,
lo indispensable para mal comer y vender algo en el mercado.
En cierta ocasión iba por
las afueras del pueblo caminando a eso del mediodía, cuando de pronto sintió un
ramalazo de viento, un terrible remolino que envolvió toda su persona.
En seguida supo que algo muy
malo le había ocurrido. A los tres días el cuerpo le dolía terriblemente, y una
fuerte sensación de frío le recorría el mismo.
Empezó a adelgazar de manera
alarmante, se quedó casi en los huesos. Su madre, doña Juana, supo en seguida
que se trataba del Ripiwiri, que le había agarrado con mucha fuerza,
precisamente porque lo había atacado a mediodía.
La afligida madre
acudió con el owirúame, el curandero, porque le veía tan mal que temió perder a
su hijo.
El owirúame, recurriendo a
los sueños adivinatorios y a los síntomas que presentaba Flecha Dorada, pronto
dio con la causa de la enfermedad. Entonces, procedió a su curación.
Le dio un buen baño de
asiento; sobre piedras calientes calentó hojas de sabino, envolvió al enfermito
en gruesas frazadas para que sudara el mal sentado en un banco, y luego le bañó
con una agua de palo asárowa.
Le dio a beber tesgüino, y
repitió el tratamiento durante tres días consecutivos.
Pero Flecha Dorada seguía
muy mal. Ni mejoraba con el tratamiento. Y así siguió enfermo durante cuatro
años. El curandero había fracasado.
Pudo más Ripiwiri, el mal
remolino que acabó truncando la vida del joven tarahumara.
Cuando murió, el cadáver de
Flecha Dorada parecía que había sido completamente aplastado.
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