Hubo un tiempo que Xochimilco padeció
una gran sequía y el sol calcinaba todo cuanto tocaba. No había alimentos y los
macehuales morían de hambre. Fue entonces cuando los tlamati, los sabios,
decidieron subir a lo alto del Cerro de la Estrella, el Citlaltépetl, a fin de
acercarse al Cielo, al Omeyocan, Lugar de la Creación Dual, donde moran
Ometecuhtli y su esposa Ometecíhuatl, y pedir a ambos dioses que propiciaran la
lluvia que tanta falta hacía. Pero los sabios esperaron en vano: no hubo
respuesta divina.
Pasaron varias noches, hasta que
de la Vía Láctea, la Iztacmixcóatl, llegó una voz que les decía que Mixcóatl,
Dios de las Tempestades y de la Caza, les enviaría las tan ansiadas lluvias, y
que Citlalnenque, la Estrella Viajera, les daría el tlaol, el maíz, para que
les sirviera de sustento. Pero todo ello a condición de que cuando murieran sus
almas no podrían ir al Sol, sino que irían a radicar en la Iztacmixcóatl, la
Serpiente Blanca de Nubes.
En ese preciso momento Ehécatl, Dios
del Viento, atrajo muchos nubarrones sobre la Tierra, Tlalli, y del centro de
la Iztacmixcóatl surgió la Citlalnenque, que iluminó y mojó la quemada Tierra
con su cabellera. Cuando pasó por el Cerro de la Estrella arrojó a los sabios
el Citlalcuítlatl, el Excremento de las Estrellas, que los dejó sin sentido.
Cuando lo recobraron, los sabios
vieron que en el lugar donde había caído el Excremento Sagrado había larvas
doradas que unas hormigas negras se llevaban a varios lugares, y se sepultaban
con las larvas en la tierra húmeda y fértil.
Pasó un cierto tiempo y de la tierra
brotaron retoños de maíz y de frijol que provenían de las doradas larvas que
habían obsequiado a los sabios los dioses de la dualidad, por medio de la
hermosa cabellera de la Citlalnenque, la Estrella Viajera.
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