Hay extraña una costumbre que es propia de algunas poblaciones
altiplanenses del sur de Nuevo León, dentro de los municipios de Doctor Arroyo
y de Mier y Noriega.
Se trata de una especie de fiesta sin comparación, la cual se
celebra de manera espontánea y tiene como base el compadrazgo.
Todo surge de un fenómeno natural y poco frecuente que se da en
algunas plantas, cuando dos frutas crecen juntas o pegadas, dígase dos tunas,
dos elotes o dos calabazas, a las cuales regionalmente se les conoce como “jicos”. La costumbre consiste en que
la persona que encuentra y corta los jicos se los regala a otra, y ésta queda
comprometida a secarlos y reducirlos en harina y luego prepararla como dulce
para después entregar la mitad del producto a quien se lo regaló.
Al hacer esto, se realiza la fiesta y los dos amigos se convierten
en compadres.
¿De dónde o cómo surge dicha costumbre? Nadie parece saberlo, pero
hay una leyenda, que algunos ancianos narran a guisa de cuento, que bien podría
darnos una pista.
Hace muchos años, tantos que ya no hay quien recuerde cuántos,
andaba una joven mujer huachichil en el monte cortando frutas. El tiempo de
frío había llegado y era su obligación juntar provisiones para el largo
invierno. Ella estaba embarazada y pronto iba a dar a luz. Como buena indígena,
sabía que, de ser necesario, pariría sola, sin la ayuda de alguien, como lo
habían hecho su propia madre y todas las otras mujeres de su aldea. Si le
llegaba el momento andando sola en el monte, no debería haber problema.
La época de tuna ya había concluido y era la fruta más preciada
por los huachichiles. En eso, la mujer descubrió unos jicos de tuna en lo alto
de una nopalera. Inútilmente trató de alcanzarlos con su mano; luego, buscó una
vara larga o cualquier cosa que le ayudara, sin suerte alguna. Pensó en
tumbarlos de una pedrada, pero eso hubiera hecho que las tunas se echaran a
perder. Siguió intentando de muchas formas, incluso poniéndose en riesgo, hasta
que pudo cortarlos con la mano. Para su mala fortuna, perdió el equilibrio y
cayó entre la nopalera.
Como nadie estaba cerca de ella para auxiliarla, no pudo moverse y
quedó muy grave, tanto por el frío como por las heridas de las espinas. En la
mañana, aún con vida, unos cazadores la encontraron y la cargaron de regreso a
la aldea. Llevaba aferradas en sus manos las dos tunas, los jicos.
Resulta que antes de morir, dio a luz a dos niños, algo al parecer
inusual, al menos en esa aldea huachichil.
Como el hombre de ella andaba de cacería con otros compañeros, la
gente esperó su regreso para que él mismo decidiera qué hacer con los bebitos.
Mientras tanto, éstos fueron entregados a dos mujeres para que los amamantaran.
Pasó el invierno y el padre de los dos niños jamás regresó ―es
posible que haya muerto durante una cacería―. Los gemelos hubieran crecido en
la misma aldea de no haber sido por una circunstancia imprevista: hubo una
lucha territorial entre huachichiles y xi’oi; a las mujeres y niños los
llevaron a sitios seguros, lejos del campo de batalla. Fue así como los hermanos
quedaron separados, al igual que los pobladores de aquella aldea, quienes con
el paso del tiempo formaron dos o tres clanes distintos.
Transcurrieron los años y varios clanes de la nación huachichil
decidieron hacer alianzas entre ellos para crecer en número y unir la fuerza de
sus guerreros con el propósito de hacerles frente a los enemigos de otras
tribus o naciones. Para lograr las alianzas, era necesario desposar a los
jóvenes de diferentes clanes, quienes no tenían inconveniente en hacerlo. Así,
el jefe de un clan, y padre de dos hermosas doncellas, ofreció a sus hijas a
sendos jóvenes guerreros. Como hubo muchos pretendientes, el hombre les dijo
que las daría en matrimonio a los dos guerreros que trajeran las mejores
ofrendas. Todos salieron en busca de algo para complacer al futuro suegro.
Al tercer día, regresaron los pretendientes con sus ofrendas o
dotes. Las exhibieron ante el padre de las doncellas para que tomara su
decisión. No batalló mucho en hacerlo. Dio las manos de sus hijas a dos jóvenes
que habían traído, cada uno por su lado, jicos de tunas, pues eso había sido
algo excepcional. Encontrar jicos no es tarea fácil; encontrar dos jicos de una
misma fruta es más difícil; que dos jóvenes hubieran llevado una ofrenda igual
era algo por demás inusual, y por dicha razón el jefe del clan decidió de
inmediato quiénes serían sus yernos.
Lo que tal vez él no supo, ni los jóvenes tampoco, fue que ellos
eran aquellos gemelos cuya madre murió cortando jicos. El destino los volvió a
unir, ahora casados con dos hermanas.
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