En 1655, fray Juan de
Zumárraga fundó en la capital de la Nueva España, el Convento de la Concepción
en estilo barroco, aunque después se le fueron agregando construcciones y
reformas de diferentes estilos, tales como el churrigueresco y el neoclásico. En
tal sitio aconteció un hecho que se convirtió en leyenda.
Hace ya muchos siglos, en
plena Colonia vivió una mujer cuyo nombre fue María de Ávila. María tenía unos
buenos padres y tres hermanos. Ella era la benjamina.
Desgraciadamente, sus
padres murieron y la joven, muy triste y deprimida, decidió meterse a monja,
como la hija de don Juan Alba. Pero en este caso, la muchacha ingresó en el
Convento de la Concepción.
Al poco tiempo de haber
tomado los votos, llegó al convento un mestizo muy guapo. Le querían como
trabajador que arreglara los desperfectos del convento. María y el mestizo
hicieron buenas migas, y solían charlar en los tiempos en que sus respectivos
trabajos se los permitían; o bien, mientras el mozo trabajaba en el huerto.
A fuerza de platicar y conocerse,
María se enamoró locamente del mestizo, quien llevaba por apellido el de
Arrutia. Pero el amor fue correspondido y ambos jóvenes se querían mucho.
Nadie en el convento se dio
cuenta del amor que se tenían, pues fueron muy discretos. Pero llegó el momento
en que fue tanto el amor que decidieron anunciarlo a todo el mundo, y tomaron
la resolución de que María dejaría el convento para casarse con el buen mozo.
Sin embargo, los enamorados
no contaron con que Alfonso y Daniel, dos de los hermanos de María se
enterarían.
Furiosos, acudieron al
convento a ver a la hermana para obligarla a que dejase a su amado y no
renunciara a sus votos religiosos, pues consideraban que sería muy vergonzoso
que una joven española tuviera amores con un simple mestizo. Sería una terrible
mancha para la familia.
Arrutia una noche se fue de
farra con sus amigos a una taberna. Cuando se encontraba ya entrado en copas,
les confesó a sus amigotes que se casaría con María porque le convenía, y que
así subiría en la escala social.
Dio la casualidad que los
dos hermanos de María se encontrasen en la misma taberna y oyesen al
deslenguado. Prestos, se dirigieron a donde se encontraba y le ofrecieron mucho
dinero con la condición de que dejase a María y rompiese el compromiso de matrimonio.
Dicho y hecho: ante el dinero en oro que le ofrecieron al mestizo, el ingrato
novio desapareció como por encanto.
María esperó días y días al
ingrato frente a la fuente que era el lugar favorito de sus amoríos, pero pasó
el tiempo y Arrutia nunca volvió, y la monja se murió de dolor y tristeza.
Fue enterrada en el mismo
convento donde había conocido el amor. Pasado un cierto tiempo, Urrutia murió
de un infarto y con el terror reflejado en su cara, como si hubiese visto algún
fantasma…
Desde esos terribles hechos,
María, convertida en fantasma, se les aparecía a las monjas y novicias del
Convento de la Concepción, en la fuente, los patios, y en la huerta donde solía
pelar la pava con el desalmado mestizo Arrutia.
Las monjas que la vieron,
contaban que la aparición tenía un semblante muy triste y adolorido, y que
sollozaba por todos los rincones del convento.
Desde esos lejanos tiempos,
la monja María no ha dejado de aparecerse, siempre esperando el regreso de su
adorado mestizo.
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