Tres hermanos que vivían en la región
huave salieron un día a buscar trabajo.
Cuando iban caminando el mayor de
ellos se encontró a un viejo que le pidió un favor, pero el joven se negó.
Lo mismo sucedió con el hermano
siguiente.
Al pedirle el favor al hermanito
menor, aceptó; entonces el viejo le dijo que llevara una carta al otro lado del
mar, le dio un burro y le recomendó que cuando el animal empezase a entrar en
la mar se afianzara bien y no jalara la rienda para atrás.
También le dijo que cuando hubiese
cruzado el mar, se iba a encontrar con otro que se movía mucho, como si
estuviera hirviendo.
Después se toparía con otro océano de
sangre, y que debía cerrar los ojos para que no se asustase.
Pasada dicha mar, el muchacho llegaría
a un potrero donde había mucha agua y los animales estaban muy flacos.
En seguida, debía pasar otro potrero
en el cual los animales eran todos gordos.
El viejo le dijo que siguiese
adelante, hasta encontrar dos cerros que se peleaban, en cuyo medio se
encontraba un camino que solamente podría pasar si confiaba en su palabra.
Más adelante encontraría a cada lado
del camino dos serpientes luchando, debía pasarlas con los ojos cerrados y no
volver la cabeza atrás.
Poco después, el joven debía llegar a
donde se encontraba un viejecito que esperaba la carta.
Todo
salió bien, el viejito recibió la carta y el muchacho regresó. Al verlo el
viejo le preguntó si había obedecido en todo, el joven asintió. –Bueno, en
vista de que fuiste obediente y entregaste la carta, y como sé que estás
buscando trabajo, dime que es lo que quieres, que yo te lo daré. Entonces,
Juanito, que así se llamaba, dijo que quería ser un buen pescador.
El viejo dijo que tendría mucha pesca
de peces y camarones en todos los mares, pero que solo llenara una canasta con
los peces que no se avorazase y así, si lo obedecería, nunca le faltara qué
pescar.
Lo que nunca supo Juanito, o tal vez
lo intuyó, es que ambos viejecitos eran el mismo Jesucristo que se le había
aparecido para ayudarlo como premio a su obediencia y buen comportamiento.
Cuando iban caminando el mayor de
ellos se encontró a un viejo que le pidió un favor, pero el joven se negó.
Lo mismo sucedió con el hermano
siguiente.
Al pedirle el favor al hermanito
menor, aceptó; entonces el viejo le dijo que llevara una carta al otro lado del
mar, le dio un burro y le recomendó que cuando el animal empezase a entrar en
la mar se afianzara bien y no jalara la rienda para atrás.
También le dijo que cuando hubiese
cruzado el mar, se iba a encontrar con otro que se movía mucho, como si
estuviera hirviendo.
Después se toparía con otro océano de
sangre, y que debía cerrar los ojos para que no se asustase.
Pasada dicha mar, el muchacho llegaría
a un potrero donde había mucha agua y los animales estaban muy flacos.
En seguida, debía pasar otro potrero
en el cual los animales eran todos gordos.
El viejo le dijo que siguiese
adelante, hasta encontrar dos cerros que se peleaban, en cuyo medio se
encontraba un camino que solamente podría pasar si confiaba en su palabra.
Más adelante encontraría a cada lado
del camino dos serpientes luchando, debía pasarlas con los ojos cerrados y no
volver la cabeza atrás.
Poco después, el joven debía llegar a
donde se encontraba un viejecito que esperaba la carta.
Todo
salió bien, el viejito recibió la carta y el muchacho regresó. Al verlo el
viejo le preguntó si había obedecido en todo, el joven asintió. –Bueno, en
vista de que fuiste obediente y entregaste la carta, y como sé que estás
buscando trabajo, dime que es lo que quieres, que yo te lo daré. Entonces,
Juanito, que así se llamaba, dijo que quería ser un buen pescador.
El viejo dijo que tendría mucha pesca
de peces y camarones en todos los mares, pero que solo llenara una canasta con
los peces que no se avorazase y así, si lo obedecería, nunca le faltara qué
pescar.
Lo que nunca supo Juanito, o tal vez
lo intuyó, es que ambos viejecitos eran el mismo Jesucristo que se le había
aparecido para ayudarlo como premio a su obediencia y buen comportamiento.
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