Manuel Tapia Gutiérrez
era un indio yaqui convertido al catolicismo. Manuelito era muy inteligente y
sabía adaptarse a la sociedad criolla en la que vivía, pues tenía más contacto
con hombres blancos que con indios de su tribu.
Trabajaba en una oficina
administrativa del gobierno colonial de inicios de 1800, en Villa del Pitic.
Tenía como novia a una bella joven criolla llamada Isabel de la Torre y
Landavazo, enamorada de Manuelito y prendada de su guapura, su buen
comportamiento, y de su buena conducta.
Su jefe, el capitán
Andrés de Alcocer, lo apreciaba porque era buen trabajador. En cambio, la madre
de Isabel, doña Ignacia Durazo, lo detestaba y lo consideraba muy poca cosa
para su hija. El padre, don Pedro, era más benevolente con el amor de su niña
hacia el indio, pero le tenía miedo a su esposa, de carácter enojón y
escandaloso, y aceptaba todo lo que ella decidiera.
Isabel creyó que lo más
conveniente era casarse en seguida con Manuelito, pero su madre se negó
rotundamente, amenazando a su hija de la peor manera y augurándole como mínimo
los terribles fuegos del infierno si llegaba a casarse con un indio “salvaje”,
descendiente de chamanes, de raza inferior, pagano y, para colmo, moreno. A
pesar de las súplicas, las lágrimas, y los berrinches de Isabel, doña Ignacia
no sólo no cambió de parecer sino que se opuso con mayor fuerza a ese
“desatinado y desigual matrimonio”, y acudió a un brujo del pueblo para
impedirlo.
Como Isabel persistía,
un día doña Ignacia le dijo:
-¡Bien, hija, puesto que
estás decidida a casarte, boda tendrás, de eso no te quepa la menor duda!-
Isabel se puso eufórica, pero luego le pareció que las palabras de su madre
estaban cargadas de un cierto tonillo que no le gustó nada y le asustó. Llena
de aprehensión acudió a don Pedro para exponerle su temor. Su padre la escuchó
y conociendo la mala índole de su esposa decidió tomar providencias. Ambos
acudieron a la iglesia y se encomendaron al Señor para que protegiera a los
amantes de las malas y hechiceras intenciones de doña Ignacia.
Los novios se casaron
con gran fausto. Al salir de la iglesia, el cielo se oscureció y un enorme rayo
cayó sobre Manuelito que quedó en el acto todo calcinado. La descarga eléctrica
alcanzó a Isabel, quien murió fulminada en el acto. Algunos invitados corrieron
a la casa de Ignacia que no había asistido a la boda, y le dieron la terrible
noticia a gritos:
-¡doña Ignacia, doña
Ignacia, los novios han muerto alcanzados por un rayo!-
-¡Cómo!- exclamó la
mujer, -¿Ambos han muerto?-
-¡Sí, señora, al
dirigirse a la carreta, en el atrio de la iglesia un rayo los alcanzó y los
fulminó, los dos están muertos!-
Como loca, la madre
acudió de nuevo al brujo, le compró un potente veneno, lo bebió, y cayó muerta
al instante. El padre, desolado, no volvió a hablar de la fatal boda, se
encerró en su casa a esperar que le llegase la muerte cuando Dios así lo
dispusiera.
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