La leyenda que les voy a relatar es
absolutamente verídica y ocurrió en la actual Calle del Carmen, fue recopilada
por el conde de la Cortina en uno de sus escritos. Dicho conde afirmaba que
después de la conquista hispana, las autoridades españoles decidieron proteger
a los indios mexicanos de noble estirpe que había sido apresados o que se
presentaron, voluntariamente, ante los españoles para servirles, renegando de
la supuesta tiranía de que habían sido víctimas por la crueldad de Moctezuma
Xocoyotzin. A cambio de la supuesta protección, los hispanos los empleaban como
espías delatores de posibles levantamientos indígenas.
En una casa de la nombrada Calle
del Carmen vivía, a mediados del siglo XVI, uno de estos indios renegados
de noble estirpe. Realizaba las tareas de espía, y era servilmente amigo del
virrey, quien a la vez que lo apreciaba lo despreciaba. Como pago a sus
servicios, el indio renegado poseía varias casas en la ciudad, extensos campos
donde cultivaba maíz y otros vegetales, donde pastaba el ganado y paseaban
diversas aves de corral. El indio no carecía de nada, era rico, pues además
había heredado de sus antepasados anillos, brazaletes, collares de
chalchihuites, bezotes de turquesa y obsidiana, piedras preciosas y discos de
oro imitando al Sol y a la Luna, más una hermosa y valiosa vestimenta de fino
algodón con bordados de plumas de aves exóticas, así como cacles de excelente
cuero y tiras trenzadas con oro. Su casa estaba lujosamente amueblada con
icpallin maravillosamente tejidos, cómodos y suaves para el cuerpo; y con
bancos forrados de pieles de hermosos animales. Ni que decir tiene que su casa
estaba adornada con obras de arte debidas a excelentes artistas indígenas.
Por supuesto que el indio había
recibido el bautismo a manos de los frailes; se le había enseñado el catecismo,
por lo que el hombre, muy devotamente, iba a misa, se confesaba y seguía todos
los preceptos de la religión católica. Sin embargo, el indio era socarrón e
hipócrita, pues en un cuarto apartado de su impresionante casa, tenía escondido
un altar, como si se tratase de un adoratorio católico en el cual se apreciaban
varias imágenes del culto cristiano. Pero todo era una pantalla, pues
escondidos tras las imágenes católicas había ídolos mexicas que representaban a
varios dioses de la religión caída de los indios conquistados. El indio
engañaba a los frailes haciéndoles creer que era un buen cristiano, cuando en
realidad no sólo adoraba a ídolos “paganos” sino que llevaba una vida disipada
y degenerada, entregada a los placeres de la sexualidad, de la buena comida y
la bebida. Comía platillos indígenas llenos de chile y grasa, bebía en jícaras
pulques de todo tipo que le emborrachaban y embrutecían, y a los que se
agregaban ciertas drogas alucinógenas.
Esta continua vida de disipación
embrutecieron al indio a tal extremo que vivía lleno de superstición y de un
terrible miedo a la ira de los dioses que adoraba, y a los tormentos que el
diablo le infligiría, al cual veía pintado en los retablos de las iglesias.
Descompuesto y a punto del delirium tremens, en una de sus borracheras se le
apareció el dios Quetzalcóatl, y con una flecha de fuego puso fin a los días
del indio traidor y servil. Moraleja: No se puede ni se debe servir a dos amos.
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