Las torres
del castillo del rey Uther brillaban apenas con los primeros rayos del sol
naciente cuando Merlín, el viejo mago esperaba con visible impaciencia, junto a
la poterna. Poco después, la puerta se abrió, y salieron dos caballeros y dos
damas, una de las cuales llevaba un niño envuelto en un paño de brocado de oro.
Ese
día, Merlín estaba disfrazado de harapiento mendigo. Tomó el niño de manos de
la dama que lo llevaba y se fue con él, apretándolo contra su pecho. Se lo
llevó a sir Héctor, un digno caballero, quien, con su noble esposa, lo recibió
gustosamente, sabiendo muy bien quién era aquella criatura. Luego, sir Héctor
llamó a un religioso, que bautizó al niño con el nombre de Arturo.
Y así fue
como Arturo se crió con sir Héctor y su noble esposa y llamó hermano al hijo de
ambos, kay. Sólo sir Héctor y su esposa sabían que aquel niño era de sangre
real; porque Merlín había aconsejado al rey Uther que ocultara a su hijo, para
que sus enemigos no le hicieran daño. Y Arturo creció llamando padre y madre a
sir Héctor y su esposa, sin saber que era hijo de un rey.
Mientras
tanto, las guerras seguían librándose furiosamente en la infortunada Britania,
ya que muchos enemigos querían arrebatar su reino a Uther. Cuando, por fin, el
rey empezó a padecer una horrenda enfermedad, sus enemigos se envalentonaron
más que nunca, para avasallar a su país y matar a su pueblo.
Entonces,
Merlín dijo al rey:
—Mi señor,
los reyes del norte se unen y marchan sobre Londres, y el pueblo tiembla y huye
ante ellos. ¿Sigues siendo rey de este país o ya no lo eres? La litera está
ante la puerta. ¡Levántate, y que el pueblo vea que aún tiene rey!
De manera
que el rey Uther fue trasladado al campo de batalla en una litera llevada por
caballos, y en una tremenda lucha que se efectuó en Saint Albans, su ejército
resultó victorioso, y muchos reyes nórdicos murieron. Entonces, Uther quedó
satisfecho y volvió a Londres con triunfal alegría.
Pero su
enfermedad se acentuaba. Y cuando, por fin, pasó postrado tres días sin hablar,
sus afligidos barones llamaron con urgencia a Merlín, el sabio mago, para que
les aconsejara. Cuando Merlín entró a la cámara de la muerte, vio que no había
tiempo que perder y gritó al rey moribundo:
—Sire…
¿Será rey vuestro hijo Arturo, después de vos?
El rey
reaccionó y dijo, en presencia de todos los barones:
—Le doy la
bendición de Dios y la mía y le pido que ore por mi alma y reclame mi corona.
Después de
lo cual, murió.
Entonces
hubo gran agitación y dificultades en el país y grandes reuniones de hombres de
armas, porque muchos querían reinar después de Uther. Pero Merlín y el
arzobispo de Canterbury consultaron el asunto entre sí y convocaron a una
reunión de los señores y caballeros, un día de Navidad, pidiéndoles que
purificaran su vida y su corazón antes de acudir a la misma.
Cuando se
reunieron en la iglesia más grande de Londres, vieron en el patio un yunque y,
atravesándolo, una espada. En la espada se hallaban cinceladas con letras de
oro estas palabras:
“Quienquiera
saque esta espada de este yunque, es legítimamente rey de toda Inglaterra.”
Por lo
tanto, cuando se dijo la misa mayor, cada uno de los presentes intentó sacar la
espada. Pero nadie pudo hacerlo. Cuando todos hubieron fracasado, el arzobispo
insinuó que se anunciara un gran torneo para el día de Año Nuevo: entonces,
todos los caballeros del reino podrían tratar de sacar la espada, y quizá Dios
revelara quién era el rey legítimo.
El día de
Año Nuevo, sir Héctor llegó a caballo a Londres, con su hijo Kay y su hijo
adoptivo Arturo, para ver el torneo.
Kay se
proponía probar suerte con los otros jóvenes: por eso, al notar que había
dejado su espada en los aposentos de su padre, rogó a Arturo, que sólo tenía
quince años, que fuera a buscarla. Pero cuando Arturo llegó allí, la casa
estaba cerrada con llave: todos se habían marchado a ver el torneo.
Arturo
frunció el ceño, preguntándose qué podía hacer por Kay, su hermano.
“Iré
al cementerio de la iglesia y sacaré la espada metida en el yunque”, pensó.
“Porque es una lástima que mi hermano no tenga una espada.”
Cuando
llegó al cementerio, sacó la espada fácilmente y se la trajo con toda inocencia
a Kay, sin saber qué había hecho. Pero Kay miró la espada y la reconoció.
—¡Señor!
—gritó a su padre—. ¡Tengo la espada del yunque! ¡Ahora seré el rey del país!
Pero sir
Héctor le hizo confesar a su hijo, bajo juramento, cómo había obtenido la
espada y, llamando a Arturo, se lo preguntó también a él.
—Ahora
comprendo que eres tú quien debe ser rey —dijo sir Héctor, cuando lo hubo oído.
—Pero…
¿por qué? —preguntó Arturo, asombrado.
—Señor
—respondió sir Héctor, con nuevo y extraño respeto— ¡Dios lo quiere así! Pero
volvamos al cementerio y veamos si puedes volver a poner la espada en él yunque
y sacarla nuevamente.
Y los tres
volvieron al cementerio, y Arturo puso la espada en su sitio. Luego. Kay, a
pesar de sus esfuerzos, no logró retirarla. Pero Arturo tornó a sacarla con la
mayor facilidad.
Al ver lo
hecho por Arturo, sir Héctor se hincó de rodillas y ordenó a su hijo que
hiciera lo mismo.
—Mi
querido padre, mi querido hermano… ¿por qué habéis de arrodillaros ante mí?
—exclamó Arturo, afligido.
—Mi señor
Arturo —respondió entonces sir Héctor—. Nunca fui vuestro padre y Kay vuestro
hermano. La sangre que fluye por vuestras venas es mucho más noble que la mía.
Luego contó
al joven que era hijo del rey Uther. Pero Arturo estaba acongojado, porque
amaba a sus padres adoptivos como si fueran los suyos propios.
—No os
apenéis —dijo el buen sir Héctor—. Sed, solamente, mi noble y gentil señor,
cuando seáis rey.
— Por
cierto que eres el hombre a quien más debo en el mundo y lo mismo a mi buena
señora y madre, tu esposa! —grito Arturo—. Si es la voluntad de Dios que yo sea
rey algún día, pídeme lo que quieras y no permita Dios que yo deje de hacerlo.
—Lo único
que habré de pedir, es que se nombre a Kay senescal de tu reino —dijo sir
Héctor.
Y así fue
como coronaron rey a Arturo, cuando hubo probado a todos que podía sacar la’
espada del yunque. Muchos se alegraron y le fueron leales; pero otros muchos
se irritaron, clamando que Arturo no era hijo de Uther. Y algunos contaron que
el niño había sido arrojado sobre una ola de oro a la playa, por la magia de
Merlín, y que sólo era un hijo de las hadas.
Y ocurrió
que, cuando el rey Arturo anunció una gran fiesta en Pentecostés, muchos reyes
y nobles caballeros se reunieron como para honrarlo. Pero cuando les envió
corteses saludos y regalos, le devolvieron sus palabras y sus presentes con
desdén, diciendo que no aceptarían dones de un niño imberbe, de humilde cuna.
Preferían darle “dones de duras espadas, entre el cuello y los hombros”.
El rey fue
a hablar con los indómitos, con doble malla bajo la capa; y lo acompañaron el
arzobispo, sir Kay y otros leales amigos. Como la antigua crónica dice: “cuando
se reunieron, no hubo mansedumbre, sino palabras fuertes por ambas partes; pero
el rey Arturo respondía siempre a ellas y dijo que él les haría inclinarse, si
vivía”.
En esa
forma, tanto Arturo como sus ingobernables barones se prepararon para la
guerra. Y hubo un período, largo e infortunado, en que los caballeros que
debían haber combatido hombro con hombro, se quebraban mutuamente los escudos.
Pero, por fin, después de prodigiosas batallas, el rey Arturo venció.
Junto al
rey se hallaba siempre Merlín, viejo y sabio, para guiarlo y aconsejarlo.
Merlín advirtió a Arturo que no debía casarse con la hermosa princesa
Guinevere, ya que el mejor caballero y más caro amigo del rey, sir Lancelot,
estaba enamorado de ella. Pero el imprudente monarca hizo caso omiso de la
advertencia. Merlín le avisó, también, que aparecería un hombre, nacido en
determinado día de mayo, que le traería una catástrofe, tanto al rey como a
toda la corte. Y Arturo escuchó esta advertencia y ordenó que todos los niños
nacidos en ese día de mayo fuesen enviados a su corte. Pero el barco naufragó
durante la travesía, y todos se ahogaron. . ., salvo uno, que las olas
arrojaron a la playa y al que encontró un buen hombre, que lo educó como si
fuera su propio hijo. Ese niño era Modred, de quien habrá mucho que decir más adelante.
Pero, a
pesar de la guerra que ardía en sus estados y de sus problemas privados, el
joven rey estaba forjando un noble reino. Congregó a su alrededor a los mejores
caballeros de la cristiandad, audaces por sus hechos y de corazón recto. Cuando
pasaron las guerras, sus caballeros partieron en busca de valerosas hazañas o
de misiones caballerescas o piadosas, para ayudar a los caballeros o a las
bellas damas en apuros. “El rey dio una situación acomodada a todos sus
caballeros; y a los que no poseían tierras, se las dio y les dijo que nunca cometieran
agravios ni crímenes y que rehuyeran siempre la traición”, dice Tomás
Mallory. “Además, los exhortó a no ser crueles, sino a dar misericordia al que
la pidiera y a proporcionar siempre ayuda a las damas, doncellas y mujeres
nobles en general, que estuvieran en apuros. Estableció, igualmente, que ningún
hombre debía combatir por querellas irrazonables, por nada del mundo. Todo esto
lo juraron los caballeros de la Mesa Redonda, tanto los jóvenes como los viejos.
Y cada año repetían el juramento, en la gran fiesta de Pentecostés.”
Y hasta la
época de la caída final de su reino, la historia habla más de esos caballeros
de la Mesa Redonda que de su rey. Pero fue la gloria de su noble corte y su
alta reputación en materia caballeresca lo que llevó a los héroes a Camelot,
que el gran rey hizo su capital. En todo el mundo, no hubo honor tan codiciado
por un valiente y caballeresco joven, como el de formar parte de la piadosa
hermandad que compartía con el rey Arturo la gran Mesa Redonda, reservada a los
caballeros más selectos y devotos.
Pero
siempre había en la Mesa Redonda dos lugares vacíos: a uno de ellos lo llamaban
el Asiento Peligroso, porque ningún hombre podía sentarse en él, salvo que
fuera totalmente puro y bueno. En cierta ocasión, un hombre indigno se arriesgó
a sentarse allí, y la tierra se abrió y se lo tragó vivo.
Merlín, el
sabio mago, había muerto desde hacía mucho tiempo, pero el rey Arturo no había
olvidado sus dos advertencias: aquella a la cual no había prestado atención, la
de que no tomara por esposa a Guinevere, ya que sir Lancelot la amaba; y la del
peligro que el rey creía, arrogantemente, haber evitado: la de que un hombre
nacido un primero de mayo llevaría la ruina al reino. Pero cuando los días de
gloria de la Mesa Redonda eran ya recuerdos lejanos, y la vida del rey se
consumía lentamente, ambas advertencias surgieron para acosarlo.
Porque
cuando los vientos destrozaron el barco que llevaba a la corte a todas las
criaturas nacidas el primero de mayo, una fue perdonada por las aguas. Y desde
hacía tiempo, había llegado ya a la edad viril. Era medio hermano de los tres
nobles caballeros sir Gawain, sir Gaheris y sir Gareth, y sobrino del rey.
Pero, a pesar de su noble estirpe, sir Modred era un traidor.
Y fue
mediante la otra advertencia de Merlín, de la cual el rey no había hecho caso,
como urdió su traición. Porque sir Modred codiciaba la corona de su tío y
pensaba en lo mucho que luciría sobre su propia cabeza. Entonces, tomó en
cuenta la amistad existente entre sir Lancelot y el rey, y comprendió que,
mientras se conservara intacta, tenía pocas probabilidades de que triunfara
cualquier plan para llegar a ocupar el trono. Por fin, se enteró de las
habladurías de la corte concernientes a Lancelot y la reina y pensó en provocar
una riña entre el rey y su más noble caballero, levantando en el corazón de
Arturo una tormenta de celos.
Astutamente,
sir Modred planteó su plan ante sus hermanos. Pero tanto sir Gawain como sir
Gáheris y sir Gareth rechazaron sus torpes propósitos. Sólo Agravaine
consintió, cobardemente, en colaborar con el traidor.
Una noche,
cuando la reina había pedido a sir Lancelot que acudiera a su presencia para
consultarle, sir Bors suplicó a su amigo que no fuese. Se murmuraba entre los caballeros,
le dijo, que alguien maquinaba un atentado contra la vida de sir Lancelot. Pero
éste le contestó que no podía desobedecer a su reina, aunque se llevó la espada
bajo la capa, como medida de precaución.
Acababa de
llegar a los aposentos de la reina cuando Agravaine se lanzó sobre él, con
otros doce caballeros. Después de una terrible lucha, sir Lancelot los mató a
todos.
La
enconada querella se acentuó, y algunos caballeros de la corte tomaron partido
por Modred y otros por Lancelot.
En cuanto
al rey, a pesar de toda su sabiduría y de sus regias virtudes, era apasionado y
celoso. Cuando Modred se le acercó para exponerle sus malignas sospechas,
habría podido rechazarlas, al ver de quién provenían; o pudo llamar a su amigo
Lancelot, pidiéndole que le dijera la verdad; o recordar la flaqueza de todos
los seres humanos y perdonar. Pero optó por escuchar las malvadas palabras de
Modred y dejó que su corazón se llenara de ira contra Lancelot y la reina.
Por fin,
le pareció vergonzoso dejar vivir a una reina tan culpable. Llamó entonces a
sir Gawain y, terrible en su ira, le ordenó que la hiciera comparecer a juicio,
para hacerla condenar, por traición, a morir en la hoguera. Pero Gawain no
quiso obedecer la dura orden, ni aun pidiéndoselo el rey.
—¡De ningún
modo, mi muy noble señor! —dijo—. ¡Yo no haré eso! Nunca estaré en el sitio
donde una reina tan noble como mi señora Guinevere deba sufrir tan humillante
muerte.
Entonces,
el severo monarca llamó a los hermanos de Gawain, sir Gaheris y sir Gareth.
También a ellos las palabras de Arturo les parecieron harto severas y crueles;
pero consideraron menos vergonzoso hacer aquello que desobedecer a su rey. Sin
embargo, cuando fueron a cumplir su triste recado, no quisieron ponerse la
armadura, resueltos a no intervenir en lucha alguna que pudiera sobrevenir.
Y así fue
cómo la majestuosa reina Guinevere fue conducida, entre los lamentos del
pueblo, a sufrir la muerte en la hoguera. Pero en el propio instante en que se
erguía, pálida y aterrorizada, entre las primeras humaredas del fuego, apareció
impetuosamente sir Lancelot, que se abrió paso repartiendo mandobles a diestro
y siniestro entre la guardia, y se llevó a la reina consigo, a su sólido
castillo de Joyous Gard.
¡Fue una
desgracia que sir Gaheris y sir Gareth creyeran vergonzoso, en aquel triste
sitio, usar armadura! ¡Y otra desgracia, mayor aún, que sir Lancelot descargara
sus mandobles tan a ciegas! Porque con dos golpes de su espada, sin saberlo,
había matado a dos de sus más queridos amigos.
Y con ese hecho,
convirtió a otro de ellos, el valiente sir Gawain, en su enemigo mortal. Gawain
lloró amargamente la muerte de sus hermanos y culpó con encono a sir Lancelot,
que los había muerto desarmados, aunque sólo por una infausta fatalidad. Y en
su ciego rencor Gawain incitó al rey a sitiar el castillo de Joyous Gard.
Pero el
castillo era una sólida fortaleza, de modo que se prolongó el asedio y, por
tanto, la matanza de guerreros de uno y otro bando, todos subditos del rey
Arturo. La sangre fluía por el cuerpo de los caballos de guerra, y las heridas
y la muerte ensombrecían los días. El dolor hostigaba también el corazón de
aquellos caballeros, antaño hermanos de la Mesa Redonda, que volvían ahora la
espada los unos contra los otros. Sir Lancelot estaba más dolorido que nadie
por ello, y se abstenía de usar todo su poder contra su rey.
Finalmente,
el papa, en la lejana Roma, se sintió movido a piedad y a ira por toda aquella
estúpida matanza. Y ordenó a Arturo que volviera a recibir a Guinevere e
hiciera las paces con Lancelot. De lo contrario, decretaría un interdicto sobre
toda Inglaterra; y no se podrían decir misas ni ofrecer sacramentos ni dar
cristiana sepultura. ¿Qué podía hacer el rey, sino obedecer?
Cuando el
buen obispo de Rochester fue a ver a sir Lancelot con el documento ya firmado
por el rey, sir Lancelot profirió una exclamación de alegría.
—¡Doy
gracias a Dios porque el papa haya podido hacer la paz para la reina! —dijo—.
¡Dios sabe que me alegrará mil veces más devolverla al lado del rey de lo que
me alegró antaño arrebatársela para salvar su vida de la injusta cólera del
monarca!
La reina y
sir Lancelot se vistieron con paño blanco y oro y llevaron consigo a un
centenar de caballeros ataviados de terciopelo verde. Cada uno de éstos llevaba
en la mano el símbolo de la paz, una rama de olivo, y las veinte damas de honor
de la reina portaban también sendas ramas de olivo, al cabalgar junto a ella.
De este modo, toda la cabalgata pasó de Joyous Gard a la corte del rey.
Cuando
llegaron al salón del rey, desmontaron, y sir Lancelot y la reina entraron
allí y se hincaron ante el rey y ante sir Gawain y todos los presentes. Allí,
pidieron perdón por cualquier mal que hubiesen podido cometer. Y la historia
dice que “había muchos valientes caballeros con el rey Arturo, que lloraron
tiernamente”.
Entonces,
sir Lancelot se puso de pie para alegar en favor de su causa. Ofreció combatir
contra cualquier caballero que se atreviera a poner en duda la honestidad de la
reina. Iría descalzo y en camisa, dijo, desde Camelot a Sandwich; y cada diez
leguas levantaría una casa de religiosos y pagaría por el mantenimiento de
todas ellas; y allí se rezaría y cantaría día y noche por las almas de sir
Gareth y sir Gaheris.
Cuando
oyeron este alegato y su penitencia, “todos los caballeros y damas que estaban
allí lloraron como si estuviesen locos, y las lágrimas resbalaron por las
mejillas del rey Arturo”.
Sólo sir
Gawain, recordando cómo se había matado a sus hermanos sin armadura, no se
dejó conmover. Y puesto que gozaba aún de la confianza del rey, no hubo paz
entre Arturo y Lancelot.
Por lo
tanto, apenado, sir Lancelot cruzó el mar, para ir a sus posesiones de Bretaña.
El rey y Gawain lo siguieron allí, con todos sus hombres, y empezó de nuevo una
terrible guerra entre el rey y sir Lancelot, en la que muchos miles de hombres
murieron.
Mientras
tanto, sir Modred esperaba su oportunidad, observando cómo se acrecentaba el
desastre que había provocado. Cuando el rey partió hacia Francia, pensó que ésa
era la ocasión propicia. Y divulgó la falsa noticia de que el monarca había
muerto en las guerras contra sir Lancelot. Entonces, se apoderó del trono y
exigió que la reina Guinevere se casara con él.
Sólo había
un hombre en el mundo entero con quien habría querido casarse la reina
Guinevere si muriera el rey. Pero en su terror a sir Modred, le pareció que lo
mejor era hacer creer que asentía, pidiendo solamente que la dejaran ir a
Londres a comprar cosas para la boda. Ya en Londres, se encerró en la Torre y
allí se mantuvo firmemente contra sir Modred, aunque éste asedió la fortaleza
con sus máquinas de guerra.
Mientras
tanto, la noticia de la traición de sir Modred había llegado a oídos del rey.
Abandonando la guerra que libraba tan de mala gana contra sir Lancelot, partió
para afrontar aquel peligro, más grave. Ambos ejércitos chocaron, y el de sir
Modred fue puesto en fuga.
Pero
cuando concluyó la batalla, sir Gawain se moría. Era un caballero harto
valiente para temer a la muerte; pero sintió ahora gran dolor por haberse
portado tan injustamente con sir Lancelot, antaño su amigo tan querido, y
porque su terquedad había causado al reino toda aquella desolación y muerte.
—Tío rey
—dijo—. Ha llegado el día de mi muerte y ella se debe a mi propia precipitación
y terquedad. Si sir Lanza-rote hubiese estado a tu lado aconsejándote, como
antes, esta desdichada guerra no habría empezado. ¡Y yo soy la causa de todo
ello!
Entonces,
escribió a Lancelot una afectuosa carta de confesión y despedida. Y después de
recibir los santos sacramentos, murió.
El rey
Arturo, ocultando su pena, fue a presentar batalla al traidor sir Modred. Hubo
un gran encuentro en Salisbury Down, en el cual lucharon cien mil hombres de
cada lado.
Finalmente,
se convino en que el rey Arturo y sir Modred se encontrarían entre los dos
ejércitos, cada cual con catorce caballeros a su lado, para parlamentar. Pero
cada uno de ellos advirtió a los suyos que, si veían levantarse una espada,
debían lanzarse sin vacilar a la refriega.
Parlamentaron
bastante razonablemente. Sir Modred consintió en conformarse, en vida de
Arturo, con los condados de Kent y de Cornwall, con tal de sucederlo en el
trono a su muerte. Pero cuando se vislumbraba el fin de la traición y del
derramamiento de sangre, se deslizó una víbora y picó en el pie a uno de los caballeros
que parlamentaban. Sin detenerse a pensarlo, éste alzó la espada para matarla.
La espada
levantada fue interpretada por ambos bandos como señal de combate, y “nunca se
vio una batalla más triste en los campos de la cristiandad”.
Cuando
anocheció, apenas si quedaban hombres de aquella poderosa multitud. Sir Modred
vivía aún, pero ya no le quedaba un solo partidario vivo. Y Arturo no había
caído, pero de todos sus caballeros sólo restaban dos, los hermanos sir Lucan y
sir Bedivere. Mientras los tres conversaban tristemente, los ojos del rey se
posaron sobre sir Modred, apoyado sobre su espada entre una legión de muertos.
—¡Dadme mi
lanza! —gritó Arturo.
—¡Señor,
déjalo! —le suplicó sir Lucan—. Por amor de Dios, abandonemos todo esto. Si lo
dejas ahora, esta aciaga hora de tu destino habrá pasado.
Pero el
corazón del rey estaba enardecido contra el traidor. Se lanzó ferozmente
sobre sir Modred y lo mató de un lanzazo. Más, al caer, sir Modred asestó al
rey un golpe mortal.
Sir Lucan,
que se tambaleaba a causa de sus propias heridas, se inclinó sobre el rey
caído, para levantarlo. Pero el esfuerzo fue excesivo y se desplomó muerto
sobre él. Entonces Arturo, sabiendo que ya se acercaba su fin, llamó a su lado
al único caballero que quedaba con vida.
—Sir
Bedivere —murmuró—. ¿Ves mi espada Excalibur? Me la dio la Dama del Lago y lo
escrito sobre su empuñadura da a entender que algún día habrá que tirarla. Mis
días han terminado. Toma la espada y arrójala al mar.
Sir
Bedivere la tomó y la llevó a la orilla. Pero al mirar la refulgente y enjoyada
empuñadura, pensó que era una lástima que los hombres perdieran una espada tan
bella. De modo que la ocultó y, al volver al lado de Arturo, le dijo una
mentira; mas el rey adivinó la verdad y le encargó que volviera e hiciera lo
ordenado.
Sir
Bedivere volvió, pues, a la playa, proponiéndose tirar la espada. Pero cuando
la tomó, la enjoyada empuñadura centelleaba a la luz de la luna, y volvió a
ocultarla entre las cañas. Y, por segunda vez, el rey adivinó la verdad y se lo
reprochó amargamente.
Entonces,
sir Bedivere fue de nuevo hacia el agua. Esta vez no se atrevió a mirar la
empuñadura y, con los ojos cerrados, la asió y la arrojó con violencia hacia el
mar. Luego, abrió los ojos y vio que una mano surgía de las profundidades y
atrapaba a Excalibur, la agitaba tres veces y desaparecía con ella debajo del
agua. Entonces, volvió y contó al moribundo rey lo que había visto.
Al oírlo,
Arturo comprendió que su hora había llegado. A ruego suyo, sir Bedivere lo
incorporó penosamente y lo llevó hasta el borde del agua. Allí aguardaba una
barca cubierta de paños negros, en la que estaban sentadas, plañideras, tres
majestuosas reinas.
El rey fue
depositado suavemente en la barcaza, y ésta se alejó, llevándolo a través del
mar. Algunos dicen que su cadáver fue hallado en la celda de un ermitaño y yace
sepultado en Glastonbury. Otros afirman que no murió en realidad, sino que vive
aún en la mística isla de Avalón, esperando la hora de su regreso.
En cuanto
a la reina Guinevere, cuando se enteró de que el rey había muerto, entró a un
convento y allí vivió, llena de pena por todo el dolor ocurrido por causa
suya, orando y ayunando hasta su muerte.
Sir
Lancelot, por su parte, al volver a Inglaterra, entró, con otros siete
caballeros, en un monasterio. Pero al enterarse de que la reina estaba en
Almsbury, él y sus siete camaradas fueron humildemente a pie, para poder ver el
rostro de la reina, antes de que muriera. Pero cuando llegaron al convento, la
reina había muerto ya.
Desde
entonces, sir Lancelot se agotó rezando y ayunando y haciendo penitencia, y fue
inútil que sir Bors tratara de hacerle comer lo suficiente para mantener la
vida en el cuerpo.
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