Después de “la matanza del Templo
Mayor” dirigida por Pedro de Alvarado, en ausencia de Cortés, y ante la
respuesta militar de los mexicas, los hispanos fueron recluidos en las casas de
Axayácatl. Cuando Cortés regresa se encuentra con el Gran Teocalli destruido; a
la muerte de Moctezuma, en manos del propio Cortés, los españoles inician la
retirada.
Fue a la media noche del 30
de junio de 1520. La obscuridad era profunda y fuerte aguacero caía. La columna
de retirada comenzó a salir del cuartel de los españoles, que había sido casa
de Axayácatl. Marchaban a la vanguardia Gonzalo de Sandoval, acompañado de
doscientos infantes y veinte caballos. En medio, rigiendo la batalla, iban
Cortés, los soldados, los cañones, las mujeres del ejército, las sirvientas y
mancebas, todos defendidos por treinta españoles y trescientos aliados. La
retaguardia venia a las órdenes de Pedro de Alvarado y de Juan Velázquez de
León; estaba integrada por un competente número de peones y un pelotón de
caballería.
Tan extraña comitiva,
semejante a una negra serpiente, atravesó en silencio pavoroso la calzada de
Tlacopan.
Llovía a torrentes, y el
piso estaba lleno de lodo y encharcado. A las dificultades del terreno se unía
el peso de las armas y los tesoros con que la codicia había cargado a los
conquistadores. Se llegó a la primera cortadura, situada en la esquina de lo
que después fue Santa Isabel, y colocado el puente, se hundió bajo el peso
formidable de aquella multitud.
En un instante, los que
huían se encontraron acometidos por todas partes. La lucha comenzó en medio de
negrísimas tinieblas, y a la luz de los relámpagos se podían ver millares de
canoas henchidas de guerreros, a la vez que se escuchaba el lúgubre sonido del
caracol sagrado, que allá en el Teocalli mayor convocaba a la guerra.
Parte del ejército fugitivo
de castellanos y aliados aceleró el paso y logró atravesar el puente; pero la
otra quedó incomunicada. Entonces cundió el pánico, reinó el desorden; todos
gritaban, todos combatían y cada cual trataba de ponerse a salvo.
Frente a lo que es, hoy en día, San
Hipólito, en la segunda cortadura, muchos pasaron por infinidad de cadáveres
que habían obstruido el foso. Silbaban las flechas disparadas por los arcos,
caían piedras de las azoteas y resbalaban los caballos en el lodo o bajo el
golpe mortal de las macanas. Las espadas chocaban contra los escudos, las
lanzas abrían hondas heridas, la artillería no funcionaba y la pólvora de los
mosquetes, humedecida por la lluvia torrencial, no daba fuego.
En la tercera cortadura
(junto al Tívoli del Eliseo del siglo XIX), hoy San Cosme, la derrota de los
castellanos fue completa: por las acequias surcaban victoriosas las canoas de
los valientes defensores de la patria.
En aquel momento, Pedro de
Alvarado aparece. Su yegua alazana ha caído muerta. Viene a pie, solo, cubierto
de barro, chorreando de sangre y defendiéndose hasta la desesperación de sus
perseguidores. Encuentra una lanza y, haciendo un gran esfuerzo, dándose todo
el impulso de que era capaz su fuerza física, apoyándose en la recia vara del
lanzón, saltó al otro lado. Montó en las ancas del caballo de un tal Gamboa y
se puso a salvo de las tropas enfurecidas que comandaban Cuauhtémoc y
Cuitláhuac.
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