Hacia principios de 1867 el imperio de Maximiliano
prácticamente llegaba a su fin. Después de cinco años de ocupación militar,
Francia se desligaba de su intervención y en marzo los últimos regimientos
galos partían rumbo a Europa. No obstante, Maximiliano permaneció en el país,
resolviendo concentrarse en la ciudad de Querétaro con nueve mil hombres; pero
tal decisión resultó ser una mala estrategia: pronto fue rodeado por los
ejércitos del Norte, del general Escobedo, y de Occidente, del general Ramón
Corona.
Durante más de dos meses, el sitio de Querétaro se
desarrolló en una serie de violentas y sangrientas batallas. El momento
decisivo llegó la madrugada del 15 de mayo, cuando las fuerzas republicanas se
apoderaron de la ciudad y Maximiliano fue hecho prisionero.
De acuerdo con la organización del Ejército del
Norte, la responsabilidad de su vigilancia recayó en el 1º Batallón de Nuevo
León, cuyo comandante, el coronel Miguel Palacios, se desempeñaba como oficial
preboste, es decir, el encargado de custodiar a los prisioneros y conducirlos
al patíbulo. Era el mismo batallón que en febrero de ese año había estado a
cargo del fusilamiento de 98 soldados franceses capturados en la batalla de San
Jacinto y que eran responsables de numerosos crímenes cometidos en Zacatecas.
Por orden de Escobedo, todos los jefes y oficiales
imperialistas fueron concentrados en el convento de la Cruz. Así, cerca de
seiscientos prisioneros quedaron amontonados en el templo, en tanto que el
emperador y su comitiva permanecieron aparte, en la sección del convento. Para
el 17 de mayo los cautivos fueron trasladados a un lugar más amplio: el
convento de Teresitas. Fueron conducidos a pie por las calles de Querétaro y escoltados
por los nuevoleoneses; Maximiliano fue llevado en un carruaje.
Cinco días después los prisioneros descubrieron con
extrañeza un cambio de guardias. Era el Batallón “Supremos Poderes”, con sus
característicos uniformes grises, el que mantenía ahora la vigilancia. La razón
del reemplazo era que Escobedo había recibido instrucciones del presidente
Benito Juárez, desde San Luis Potosí, de someter a un consejo de guerra a
Maximiliano y sus generales. Para vigilar mejor a los que serían juzgados, el coronel
Palacios y su batallón fueron desplegados en el pequeño convento de las
Capuchinas, el cual se convirtió en la nueva prisión del emperador.
A pesar de la estricta vigilancia, los prisioneros
son tratados con toda consideración. Las visitas son permitidas... y numerosas.
Constantemente se presentan las esposas de Miguel Miramón, Tomás Mejía y del
príncipe Félix de Salm-Salm. El propio Escobedo los visita también. En las
noches de vela, los oficiales de Nuevo León entablaban pláticas espontáneas con
algunos de los prisioneros, quienes al parecer no podían conciliar el sueño. El
general Miramón, que llevó un diario durante su cautiverio, escribió: “El
capitán (de la guardia) ha estado esta noche en mi celda, viéndome hacer
solitarios y platicándome de su tierra, Montemorelos”; y en otra página anota
brevemente: “Esta noche se me presentó el amigo de Linares”. El coronel
Palacios sostiene largas conversaciones en francés con el príncipe de
Salm-Salm, ya que había pasado quince meses prisionero en Francia, tras haber
sido capturado en el sitio de Puebla cuatro años atrás.
Maximiliano era sociable con sus guardias, pero a
sus espaldas gustaba de ponerles sobrenombres. Palacios es llamado “la Hiena”,
y el coronel Juan C. Doria, comandante del Cuerpo de Cazadores de Galeana, fue
nombrado “el Sabueso”. Los rumores de un plan de escape y la posterior
tentativa de la princesa de Salm-Salm de sobornar a Palacios y al coronel
Ricardo Villanueva, ayudante de Escobedo, provocaron una enorme movilización en
la prisión de las Capuchinas.
Todos los generales y ayudantes fueron trasladados
al Casino Español. Sólo permanecieron en el convento Maximiliano, Miramón,
Mejía, el médico particular Samuel Basch y los tres sirvientes del emperador:
el mayordomo Grill, el criado húngaro Tüdos y el valet de cámara Severo. La
guardia en el interior fue reforzada. Se colocaron centinelas sobre la azotea y
prácticamente todo el Batallón de Nuevo León acampó en la calle. En la noche
las celdas fueron iluminadas con una vela de sebo; las puertas se dejaron
abiertas y seis oficiales custodiaban el pasillo para mantener en observación a
los prisioneros. Mientras tanto, los juicios se desarrollaban en el Gran Teatro
de Iturbide. Finalmente, el consejo de guerra votó por la pena capital. El 16
de junio por la mañana, el general Escobedo transmite a los reos su sentencia:
la ejecución. Sería a las tres de la tarde. A los prisioneros apenas les da
tiempo para escribir algunas cartas de despedida y hacer sus últimos encargos.
Maximiliano se despide de sus sirvientes, quienes sollozando le besan la mano.
Después entrega su anillo nupcial al doctor Basch: “Cuando regrese a Viena diga
usted a mi madre que he cumplido con mi deber de soldado y muerto como buen
cristiano”.
Todos aguardaron el momento señalado... pero nada
ocurrió. Una hora después llegó el fiscal, general Refugio González, con un telegrama
en la mano, el cual leyó a los condenados. El gobierno concedía una prórroga.
La sentencia se había pospuesto por tres días.
El 19 de junio es el día de la ejecución.
Maximiliano se levanta en la madrugada y su criado Tüdos le ayuda por última
vez a vestirse. Usa una camisa blanca, chaleco, pantalón oscuro y una levita
larga. Después de confesarse con el canónigo Manuel Soria y Breña, pasa a
escuchar misa a la capilla del convento con los otros prisioneros.
A las 6:30 de la mañana el coronel Miguel Palacios
se presenta en el pasillo con una fuerte escolta de sus hombres. “Estoy listo”,
señala el archiduque austriaco con buen temple. En la calle, tres carruajes que
habían sido alquilados los esperaban. Parten rumbo el cerro de las Campanas. En
el trayecto los custodian tropas del Ejército del Norte. Al frente va un
escuadrón de caballería de los Cazadores de Galeana y detrás marcha todo el 1º
Batallón de Nuevo León.
Más de cuatro mil soldados del ejército republicano
han sido desplegados formando un cuadro al pie del cerro de las Campanas. Los
coches llegan al lugar poco antes de las 7:00. La mañana ya ha despuntado y
está radiante. “Es un bello día para morir”, dice Maximiliano.
Con paso firme, los tres sentenciados se colocan
frente a un tosco muro de adobe, levantado precipitadamente el día anterior por
tropas del Batallón de Coahuila. A manera de despedida, Maximiliano da un
fuerte abrazo a sus generales y pide a Miramón que se coloque en medio:
“General, un valiente debe de ser admirado hasta por los monarcas”. Después,
dirigiéndose a los presentes, alza la voz y dice: “Voy a morir por una causa
justa, la de la independencia y la libertad de México. Que mi sangre selle las
desgracias de mi nueva patria. ¡Viva México!”.
Miramón saca un papel de su chaleco y lee un
discurso. Rechaza quedar bajo el estigma de traidor: “Protesto contra la
acusación de traición que se me ha lanzado al rostro. Muero inocente de este
crimen”. Tomás Mejía permanece en silencio, pero es el único de los tres que
mira directo a los ojos a los soldados del pelotón de ejecución.
Son tres escuadras de siete tiradores cada una; una
para cada prisionero. Su jefe es el capitán Simón Montemayor, de 22 años,
originario de Villa de Santiago, Nuevo León. Como una petición especial, el
emperador solicitó que se escogieran buenos tiradores y que apuntaran al pecho;
así que sólo experimentados sargentos integran su pelotón de ejecución: Jesús
Rodríguez, Marcial García, Ignacio Lerma, Máximo Valencia, Ángel Padilla,
Carlos Quiñones y Aureliano Blanquet. Los soldados preparan sus mosquetes; son
rifles Springfield de un solo tiro, fabricados en Har-per’s Ferry, Virginia,
EUA.
El capitán Montemayor mantiene su espada en alto.
De golpe la deja caer y al rasgar el aire se oye el grito “¡Fuego!”. Una
descarga cerrada, uniforme, estruendosa, cruza el espacio por encima de las
tropas republicanas y los reos caen al suelo. El capitán aún distingue signos
de vida en Maximiliano y le ordena al sargento Aureliano Blanquet cargar
nuevamente su rifle... Le dispara directo al corazón.
Son las 7:10 de la mañana. El eco de los disparos
rebota en las esquinas de la ciudad. A continuación todas las campanas de
Querétaro repican al unísono. Muchos soldados, emocionados, rompen la orden
estricta de silencio y gritan: “¡Muera el Imperio! ¡Viva la República!”.
Después de cinco años de una guerra cruenta, el
drama de la invasión francesa ha concluido. El imperio pasó al terreno de la
historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario