Francisquito
era un niño muy aplicado en la escuela, cada día tenía que pasar por el Parque
Hidalgo para llegar desde su casa a la primaria. Uno de sus maestros le regaló
un árbol de pirul para que lo plantara en el parque al igual que otros de sus
compañeros.
Desde el
primer momento, Francisquito se encariñó con su pequeño arbolito, lo plantó con
mucho amor y cada día lo regaba. Pasados los días el “pirulito”, como lo apodó
el niño, comenzó a crecer de forma rápida y frondosa. El niño platicaba con
este árbol, le contaba sobre lo que hacía en su día y de lo mucho que lo
quería.
Una
tarde, cuando Francisquito volvía a su casa y pasó como siempre a ver a pirulito,
notó algo extraño. El árbol parecía triste y estaba llorando, así que el niño
vio que le habían arrancado una de sus ramas. Trató de curarlo con un poco de
agua y le habló con mucho cariño repitiéndole que todo estaría bien. Como por
arte de magia el árbol se recuperó y ya no estaba herido.
A los
pocos días, Francisquito y su hermana se acercaron al árbol, pero esta vez
ellos dos eran los que estaban muy tristes y llorando. De repente se escuchó
una voz salir del árbol que preguntaba a los niños: “¿por qué están llorando”.
Aunque fue algo inesperado, los pequeños nunca se asustaron ni temieron de lo
que iba a pasar.
Ellos le
explicaron al árbol que sus padres habían fallecido y no tenían ningún otro
familiar en el pueblo. Además, al ser tan pequeñitos tenían que ser llevados a
un orfanato y les quitarían su casa. El pirulito no dijo nada más, pero les
brindó a los niños un poco de su fruto para que no tuvieran hambre y los acogió
debajo de sus ramas durante toda la noche.
A la
mañana siguiente, los dos niños habían desaparecido, se habían quedado unidos a
las ramas del árbol y esto engrosó las raíces del pirul. Pero cada noche de
luna llena los pequeños abandonan el árbol para salir a jugar por unas horas en
el Parque Hidalgo.
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