José
Oviedo vivía en Celaya, Guanajuato. Era un hombre muy simpático, contaba con
muchos amigos quienes le pusieron el mote de Capitán. Hubiera sido actor, a no
ser porque en aquellos remotos tiempos del siglo XIX, la profesión no estaba
muy bien vista: por los tanto, optó por ser titiritero y así satisfacer sus
ansias artísticas que le habían acompañado desde muy joven.
En su casa ubicada en la
Calle de Hidalgo montó su teatro de títeres y daba funciones los sábados y
domingos. Escogió las obras que iba a representar, las estudio, y encargó a un
artesano de la ciudad de Guanajuato que le hiciese los muñecos necesarios. De
vestir a los títeres se encargó una señora, ya vieja, quien empleó lo mejor en
su manufactura. Los títeres eran preciosos.
Ya con todo lo necesario
preparado, sus amigos se encargaron de anunciar por toda la ciudad el
espectáculo que se llevaría a cabo. El día de la inauguración fue todo un
éxito, las obras gustaron mucho y los títeres fascinaron a todos los
asistentes. Al poco tiempo, Oviedo decidió alquilar un local, pues su casa era
demasiado pequeña para el público que se presentaba a admirar sus representaciones.
Una
cierta noche en que el titiritero se encontraba descansando y leyendo una obra
de teatro, se dio cuenta que el soporte donde colgaban los muñecos se movía y
se oía como entrechocaban sus cuerpos de madera. Se incorporó de la cama, y el
movimiento y los ruidos de los títeres continuaron. Desconcertado, Oviedo no se
movió y se percató que los muñecos se estaban moviendo solos en la tarima que
servía de foro. El titiritero pasó una mala noche, pues estaba muerto de miedo.
Al día siguiente, se dio cuenta de que los muñecos estaban movidos y en
desorden y los que tenía en una caja se encontraban fuera de ella. ¡Todos
habían estado bailando!
José se dirigió
inmediatamente a ver a un cura para contarle lo sucedido, pues se encontraba
muy asustado e impresionado. El sacerdote le escuchó y le tranquilizó
argumentando que todo había sido producto de su cansancio e imaginación. El
titiritero se fue y continuó con sus funciones. Pero en una ocasión, cuando se
encontraba dando una función, uno de sus muñecos que era un juez, volteó a
verlo y le clavó la mirada como si le quisiera decir algo. Aterrado, José dejó
de dar funciones, y dijo a sus fanáticos que se ausentaba para conseguir más
obras y más títeres.
Pero José dejó su oficio
para siempre. En una ocasión en que se encontraba muy triste y preocupado
porque había perdido su casa en un juicio, se acordó del títere que le mirara
tan penetrantemente y comprendió que el muñeco le estaba avisando lo que
pasaría.
Tiempo después, los
habitantes de Celaya afirmaban que en la casa del antiguo titiritero don José
Oviedo, se escuchaban las danzas que ejecutaban los títeres y el sonido que
producían sus pies de madera. Se oían aplausos, vítores y todo cuanto ocurre en
una función de títeres. Todos decían que en esa casa de la Calle de Hidalgo,
espantaban y ya nadie quería pasar por la que empezaron a llamar La Casa de los
Títeres, pues el susto que se llevaba quien escuchaba el alboroto de los
muñecos era tremendo y hasta se podía enfermar gravemente.
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