En las cercanías de Fresnillo, a un
par de leguas hacia el norte, se localiza un conjunto de cerros de regular
altura. Uno de ellos llama la atención por la flora y fauna existentes, no es
nada conocido en los alrededores. Se le conoce entre los lugareños como el Cerro del Xoconostle, también Cerro Gordo.
Lo que enseguida trataré de explicar,
al parecer ocurrió en tiempos en que este poblado era conocido como Real de
Minas del Fresnillo, en el siglo XVII para ser más exactos.
Fue cuando el beneficio de la plata
alcanzaba otros derroteros que convertían al Fresnillo en un lugar que ofrecía
infinidad de oportunidades para enriquecerse tanto para mineros como para
comerciantes, hasta aventureros que provenían de distintos países y de la región.
El
Real de Minas del Fresnillo producía plata principalmente, aunque también oro,
pero en cantidades menores. Estas riquezas fundidas en lingotes, eran
transportadas en carromatos tirados por bueyes. Transitaban fuertemente
custodiados por el camino real hasta llegar a la ciudad de Zacatecas donde se
depositaban en la Caja Real.
De ahí se enviaba a España. Pero parte
de la producción se quedaba en Fresnillo, con los ricos mineros y uno que otro
mercader. Estas riquezas atraían poderosamente a mineros con menos suerte, así
como a bandoleros que
mantenían asolados a los poblados de la región por sus frecuentes correrías. Para
evitar que los asaltos,
robos y crímenes pudieran arrebatar los
lingotes de plata y oro a sus propietarios, se recurría a las fuerzas armadas
que a su cargo
tenían el resguardo real y que se encontraban acuartelados en el
Presidio o Cantón Militar (ahora Presidencia Municipal).
Lo anterior de hecho no ofrecía
seguridad alguna a los pobladores y se buscó otra manera de proteger tales tesoros.
Precisamente para estar más seguros de que las riquezas que extraían de las
entrañas de las minas se mantuvieran mejor resguardadas, se decidieron a
esconderlas en cuevas que nadie conociera. Se determinó que fueran las que se
localizan en el Cerro del Xoconostle. A ese lugar de hecho nadie se
acercaba porque era un cerro muy extraño, del cual decían los lugareños,
habitaba el diablo.
Decían lo anterior porque de esas
cuevas se despedía un penetrante y asfixiante olor, incluso ninguna hierba
crecía. Dominaba el páramo matorrales y maleza espinosa que brotaba de la
tierra de color negro. Este cerro, según los antiguos, fue hace miles de años chimenea
del Volcán de Colima, por ese se encuentra gran cantidad de ceniza de
color negro.
Además los arbustos que allí crecen
son de una especie sumamente rara y de horrible apariencia. Los lagartos y
serpientes que ahí abundan, son oscuras y de piel escamosa y de horripilante
figura que ahuyenta a curiosos. Esto fue tomado en cuenta por los mineros para
ocultar sus fortunas. Creían que el temor al diablo que suponían habitaba esas
cuevas, nadie se atrevería a incursionar en ellas, mucho menos en tratar de
llevarse el tesoro de los mineros.
Pasaron los años y la gente
empezó a olvidar lo que en el cerro se había depositado. Los mineros y
mercaderes también y al parecer todo quedó en el olvido. Trascurrieron
los años y pocos en verdad recordaban ese pasaje de nuestras
tradiciones y se llega a mediados del siglo XX.
Fue en tiempos cuando se construía la
Carretera Panamericana o Cristóbal Colón y que pasa a escasos metros del Cerro
Gordo. En ese lugar empezaron a ocurrir extraños fenómenos que los trabajadores
no sabían a que se debían, pero los atemorizaban cada vez que se acercaban a
las cuevas que permanecían ocultas en el exuberante follaje.
Decían cada vez que se adentraban por
el cerro a cortar leña para calentar sus alimentos o encender fogatas en la
noche al acampar en
ese sitio, escuchaban ruidos extraños que salían como de abajo del pedregoso
terreno.
Luego empezaba a salir humo negro muy
espeso que atemorizaba a los obreros porque apenas podían respirar. Muchos de
ellos enfermaron, otros prefirieron abandonar el trabajo.
Resulta que cerca del Cerro Gordo
habitaba un humilde pastor que cuidaba su modesto rebaño de cabras,
él fue quien explicó a los trabajadores de la carretera lo que en el cerro
había. Les dijo que el diablo habitaba en ellas y que cuidaba un tesoro que
dejaron los mineros españoles hacía muchos años.
El diablo, según el pastor, le había
dicho que el tesoro sería de quien se lo llevara cuando el no
estuviera en la cueva, al regresar y al ver que no se habían llevado el oro y
la plata, se quedarían con él en su lúgubre morada.
El pastorcillo explicaba que él
conoció al diablo cuando una de sus cabras se internó en el monte y
fue a caer en una de las cuevas, cuando intentaba rescatarla se le apareció el
curro, así le llamaban a Lucifer, y le dijo del tesoro.
Asegura que él lo vio pero que no
trató de llevarse nada. Incluso vuelve a asegurar que el diablo se retira de la
cueva cada Viernes Santo, y es cuando se puede llegar ella, ya que aparece a la
vista de todos. Desde entonces los buscadores de tesoros, que por cierto son
incontables, han pretendido evadir la presencia del maligno, y acuden cada
viernes santo al cerro para tratar de llegar a la cueva y sacar el tesoro antes
de las tres de la tarde, que viene siendo la hora en que Cristo murió en la
Cruz.
Pero, ninguno de ellos ha logrado
saciar sus ambiciones, según eso porque pretenden llevarse todo y por la
premura del tiempo al final de cuentas, nada obtienen y optan por emprender la
huida, regresan con las manos vacías. La cueva durante todo el año no es
visible, solamente unas cuantas horas o minutos del Viernes Santo.
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