En el reino zapoteca vivía una vez un
príncipe tan gallardo y tan valiente, que su fama se extendió por la tierra y
llegó al cielo. El alba, que le veía cada día realizar sus hazañas, por la
noche, cuando los hombres dormían, se las relataba a las hijas del emperador
del cielo. Brillan éstas durante la noche en el firmamento y de día se esconden
para no ser vistas por los mortales.
Y
sucedió que la más hermosa de todas ellas llegó a sentir un amor tan grande por
el príncipe terreno, que un día, aprovechando la ausencia de sus hermanas, y
sin que la sintiera el alba, bajó a la tierra y esperó junto al río de Juchitán
el paso del amado. Cuando allí la encontró el joven príncipe, quedó cautivado
por su belleza y se la llevó en brazos al palacio real.
Mientras
tanto, el cielo, apesadumbrado, se ennegreció y las nubes lloraron
copiosamente. Las diosas celestes quisieron impedir que su hermana se uniera
con un mortal y se reunieron para tomar un acuerdo. Y cuando poco tiempo
después se celebraba la boda, entre los festejos del pueblo, una de ellas,
transformada en suave brisa, bajó a la tierra y penetró en la alcoba nupcial.
Una vez allí, recobró su forma y anunció a su enamorada hermana la decisión que
en el cielo se había tomado sobre ella. Tendría que quedarse para siempre en la
tierra, bajo la apariencia de una flor, viviendo sobre las aguas de una laguna.
Durante el día cerraría sus pétalos para aislarse de los mortales y sólo
durante la noche se abriría para recibir la visita de sus hermanas. Una vez que
la diosa terminó sus palabras, desapareció, y con ella la joven novia, a quien
nadie volvió a ver, y en la laguna Chivele se irguió una flor verdinegra, de
tallo recto y delicado, nunca vista hasta entonces. Más adelante la llamaron
mudubina.
El
príncipe no se podía consolar; su desesperación era tan grande, que el rey
zapoteca, su padre, llamó a sus Vinnigenda, viajeras de todos los vientos, y
les encargó que buscasen a la prometida de su hijo. El rey zapo-teca dominaba
la tierra, en la que no había nada que pudiera resistir a su poder; pero ni él
ni sus Vinnigenda podían modificar las decisiones del cielo. Así se lo dijo la
más vieja de ellas, la primera que adivinó el secreto de lo que había ocurrido.
Y entonces el príncipe le suplicó ardientemente que le transformase a él en
otra flor de la laguna. La Vinnigenda oyó sus ruegos y a su conjuro nació el
xtagabñe, el nenúfar.
Desde
entonces ambos viven sobre las aguas de la laguna. La mudubina tiene el corazón
teñido de rojo por el fuego de su amor y sólo abre sus pétalos de noche. El
nenúfar tiene su corazón amarillo, porque está teñido de melancolía, y, como
ser terreno, vive de día. Pero quizá quieran los dioses que se encuentren
alguna vez.
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