Cuentan
los abuelos hña hñu, “los que hablan la lengua nasal”, del Valle del Mezquital,
Hidalgo, que hace muchos miles de años el mundo era absolutamente diferente al
que conocemos ahora.
El Sol
no existía, las personas no conocían el maíz ni el agua, y vivían diseminados
por los montes junto con los animales, pues los pueblos tampoco existían.
Zithú, el Diablo, “el devorador de nombre” y amo de la castración, era el rey
de todo lo existente, era el propietario.
En ese
entonces Cristo, diosito el hijo de Dios, era muy pequeñito, era un niño al que
habían puesto por nombre Ója.
El Niño
Dios estaba muy solito y triste, sentadito en una sillita de madera. Estaba
triste porque el Diablo y toda su pandilla de seres malévolos, lo quería matar.
Ója iba de casa en casa pidiendo a la gente que le diera refugio y lo salvaran
de ser asesinado por Zithú.
Sin
embargo, todo fue inútil, la pandilla del Diablo lo encontró y le disparó
flechas que lo pusieron a la muerte. Como estaba todo malherido pero no muerto,
el Diablo le ordenó al Gallo que lo vigilara para que no se fuera a escapar.
Pero el Gallo decidió que no era justo lo que le hacían al Niño Dios, y dejó
que escapara y se subiera a un árbol que lo condujo hasta el Cielo. Cuando
habían pasado cuatro días, el Gallo cantó, pero Cristo ya estaba al lado de su
papá, y los diablos no pudieron hacer nada para recuperarlo.
Cuando Cristo subió al lado de su
padre, el Dios todopoderoso, se convirtió en el Sol, en Hyádi. Al subir al
árbol, como Ója estaba herido, de sus heridas brotaron treinta y seis gotas de
sangre; diez y seis se convirtieron en hermosos granos de maíz, y las otras
diez y seis dieron lugar al agua: a los ríos, las lagunas y los pozos que
serían inagotables y estarían marcados con una cruz. Además, el Buen Dios dejó
diez y seis huevinas de pescado que se transformaron en grandes manantiales.
Las huevinas deseaban que nunca se secara el agua.
Eso fue
lo que le dijeron a Xúmfo Déhe, la Sirena, Señora del Agua, engalanada con
aretes y collares de gotas de agua y lucidora de un hermoso vestido color de
humedad, que se encargó de preguntarles qué era lo que querían que sucediera
con ellas, con la huevinas.
El cerro
Toho, fue el encargado de proporcionar el agua necesaria para que no se
secaran, ya que como todos sabemos el agua pertenece al cerro y siempre será de
él, aunque fuese la Sirena la encargada de proporcionársela a la huevinas de
pescado.
Así fue
cómo surgieron el señor Sol y el agua bondadosa, deje, que gozan los pueblos
otomíes.
El
Sol recorre desde entonces los espacios del Cielo y el Inframundo,
territorio subterráneo donde viven los muertos.
El Sol
sale de Oriente, de las aguas marinas chorreando gotas, efectúa su recorrido, y
regresa al agua por el Poniente, pues como todos sabemos el mundo está rodeado
de agua. El Sol gira iluminando los tres niveles celestiales superiores,
y el nivel donde moran los seres humanos.
El mismo
Sol, cuando recibe el agua que le llega en forma de nubes vapor, juega con
ellas y las emplea para cocinar sus alimentos, mientras que la sagrada agua-nube
canta su canción favorita:
“Yo soy la nube, soy la tormenta y recorro el
mundo porque dios me ha dado el Poder para que todos mis hijos se beneficien de mí. ¿Quién puede darles a
ustedes agua cuando tienen sed sino yo? ¿Quién hace brotar el agua, nacer las
plantas sino yo? Tengo mis hijos que sufren sobre sus tierras, sobre sus
parcelas, no se perderán gracias a
mí. Porque soy la que refresca, soy la tormenta fresca”
He aquí
como el Niño Dios se convirtió en el Sol.
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