Cuentan
los abuelos que los mexicas llamaban Mictlan al Inframundo, al lugar donde iban
las almas de los muertos.
En el
Mictlan reinaban el dios Mictlantecuhtli y su esposa Mictlancíhuatl.
Ambas
deidades llevaban máscaras hechas de cráneos humanos.
El dios
tenía el pelo encrespado, los ojos en forma de estrella, adornos cónicos de
papel en la frente y la nuca, en las manos enarbolaba una bandera y una estola
de papel amate blanco, y orejeras hechas con huesos humanos.
El
alimento de Mictlantecuhtli y su esposa, consistía en pies y manos crudos, pinacates,
escarabajo de la peste, atole, y pus que bebían en una calota. También gustaban
de comer tamales pedorros, cuyos flatos provenían de los pinacates.
Mictlantecuhtli
contaba con varios fieles servidores llamados mictecah. Ellos se encargaban de
recibir al Sol de manos de las mocihuaquetque -mujeres muertas en su primer
parto- para conducirlo en su camino por el Inframundo cuando caía la noche en
la Tierra.
Los
mictecah eran almas que habían adoptado la forma de alacranes y arañas,
animales temidos por los mexicas ya que anunciaban fatales enfermedades.
Al
Mictlan llegaban las almas de aquellos que habían tenido una muerte común y
corriente como la causada por alguna enfermedad, sin distinción de rango ni
fortuna, y las almas de los esclavos aunque hubiesen muerto sacrificados en la
fiesta dedicada a Huitzilopochtli, Dios de la guerra y patrono de la ciudad de
México-Tenochtitlán.
Solamente
los guerreros muertos en batalla, las mujeres que perdían la vida durante el
trabajo de parto, y aquellos muertos a causa de una enfermedad relacionada con
el agua, estaban exentos de terminar en el Mictlan.
A los difuntos se les dedicaba un largo discurso en su lecho de muerte.
A los difuntos se les dedicaba un largo discurso en su lecho de muerte.
Una vez
finalizado, se procedía a arreglar al cadáver.
Estas
tareas correspondías a los ancianos sacerdotes, quienes prestos a
ejecutar sus deberes, le envolvían con papeles, le ataban con sogas, y
derramaban agua sobre su cabeza. Al terminar el embalsamamiento, los familiares
montaban un altar doméstico para colocar la ofrenda mortuoria.
El fuego
de la ofrenda al alma del difunto el camino que debía seguir para llegar al
Mictlan.
El aroma
de las ofrendas y las oraciones de los deudos y sacerdotes, le ayudaban a
fortalecerse para arribar con bien a su destino; ya que el viaje hacia el
Mictlan duraba cuatro largos años.
El viaje
era agotador y agobiante, por eso el alma debía prepararse desde el momento
mismo en que el futuro muerto entraba en agonía. Para darle fuerzas se le daba
al agonizante una tonificante bebida llamada cuauhnexatolli, una especie de
atole hecho con tequixquitl –la piedra mineral sazonadora- que proporcionaba
fuerzas al alma.
Cuando
el agonizante moría y se le amortajaba y se le preparaba la ofrenda que había
de llevar en su mortuorio viaje.
Consistía
la ofrenda en vasos, ollas, cazuelas, contendedores de alimentos, vertederas,
urnas funerarias, collares de cuentas de cristal, jadeíta, serpentina, piedras
preciosas o semipreciosas, figurillas de dioses y hombres, títeres de barro
articulados, sellos, maquetas de recintos sagrados y escenas de la vida
cotidiana, papeles, manojos de teas, cañas de perfume, hilo flojo de algodón,
hilo colorado, ropas de hombre y mujer, y muchos objetos más destinados a
soportar el largo viaje de cuatro años al Mictlan.
Pero
sobre todo, era importantísimo llevar los obsequios para el dios
Mictlantecuhtli, una vez que se hubiese llegado al más allá.
Un ser
pequeñito e imprescindible debía ser agregado a la ofrenda mortuoria. Sin
él los muertos nunca podrían llegar a su destino.
Se
trataba de un perro de pelaje rojizo que llevaba atado al cuello un collar de
hilo de algodón, y que respondía al nombre de Xólotl, dios de los
espíritus y señor de la estrella de la tarde, Venus.
Sólo
montado encima del can el muerto podía cruzar el río Chiconahuapan.
Antes de
llegar al Mictlan, los muertos debían pasar por nueve lugares de muy difícil
tránsito, los cuales se encontraban en niveles subterráneos situados hacia el
lado norte de la tierra, en los que siempre había un viento frío que arrastraba
piedras y plantas espinosas.
El
primer nivel al que llegaba el difunto se llamaba Itzcuintlan, el lugar de los
perros, ahí el muerto debía cruzar el río Apanohuayan, el pasadero del agua,
con la ayuda del perro Xólotl.
El alma
continuaba su camino hasta llegar a Tépetl Monamicyan, el lugar donde los
cerros se juntan, donde dos cerros se movían separándose uno del otro, y
se cerraban continuamente para triturar al caminante en caso de no tener el
suficiente cuidado.
A
continuación llegaba al Itztépetl, El cerro de obsidiana, cubierto de
pedernales filosos a los que había que sortear.
Luego el
difunto accedía al Itzehecáyan, El Lugar del Viento de Obsidiana, lleno de
nieve con aristas muy cortantes y peligrosas.
El
siguiente sitio a salvar era el Pancuecuetlacáyan, el lugar donde tremolan las
banderas, en el cual ocho páramos helados cortaban al viandante con terribles y
filosos pedernales.
Pasado
satisfactoriamente tal sitio, llegaba al Temiminalóyan, el Lugar donde la gente
es flechada, pues manos invisibles lanzaban flechas al infeliz difunto.
Más
adelante, el difunto encontraba el Teyollocualóyan, el Lugar donde se come el
corazón de la gente, pleno de animales salvajes que abrían el pecho del muerto
para comerse su corazón, sin el cual caería en un río de profundas aguas
negras. Cansado ya de tan terrible viaje, el caminante llegaba al Itzmictlan
Apochcalocan, el lugar de la muerte por obsidiana y del templo que humea con agua,
donde podía cegarse con una gris neblina y perder el camino correcto.
Por fin,
después de hablar pasado por tantos peligros, llegaba al último lugar, al
Mictlan, donde el muerto se liberaba de su alma y lograba el descanso deseado y
merecido, siempre y cuando hubiera llevado las ofrendas correspondientes para
agradar y honrar a Mictlantecuhtli y Mictlancíhuatl.
El
Mictlan era un sitio espacioso, oscuro, del cual no se podía salir nunca más.
A veces
se le consideraba como un páramo infértil, yermo, donde nunca podía encenderse
el fuego, pleno de dolor, sufrimiento, e insoportablemente hediondo.
En otras
ocasiones se le concebía como lugar que se iluminaba por las
noches, cuando el Sol recorría su camino por el Inframundo y en la Tierra empezaba
el crepúsculo.
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