Cuenta
un mito huichol que cuando un hombre muere su alma emprende un largo y
difícil camino hacia el más allá, trayectoria que es observada por el
mara’akáme.
El
muerto hace un repaso de todas las acciones que ha hecho en vida. A
continuación, llega a una bifurcación.
El
camino de la derecha corresponde a aquellos que tuvieron buen comportamiento
durante su vida; el de la izquierda es para las personas que hicieron acciones
malas, las cuales deben sumergirse en aguas hirvientes o ser quemados por el
fuego, para luego pasar entre montañas y rocas que están chocando
continuamente.
Si
cometieron adulterios, cargan a cuestas con los genitales de la persona con
quien pecaron.
Una vez
terminado el castigo, regresan al camino bifurcado y toman el canino de la
derecha.
El alma
sigue su rumbo y llega a un estanque que debe atravesar, y donde hay un perro
que ataca al alma pecadora.
Para
defenderse, el alma lleva consigo un palo o tortillas para darle y apaciguarlo.
Siempre llevando consigo los genitales.
En
seguida, se encuentra con todos los animales que en vida hizo dañó; es entonces
cuando ellos toman venganza de todos los golpes y ofensas recibidos.
Si el
difunto en vida fue dueño de un perro negro al que no cuido como es debido; es
decir, no lo alimentó ni le dio agua, el perro le esperará a la puerta de su
casa para atacarlo y morderlo cuando el alma deje su hogar.
En su
recorrido mortal, el espíritu pasa por un túnel en donde se encuentra un perro
blanco que le está esperando con un vaso con agua lleno de gusanos el cual le
hará beber, en caso de haber maltratado a los perros cuando vivía.
Pero si
el alma fue bondadosa con los canes, entonces el perro blanco le ofrecerá
comida, bebida, y le brindará muchos parabienes.
Si por
algún motivo el muerto comió carne de tlacuache, una enorme roca lo aplastará,
pues tal animalito se considera sagrado por haber robado el fuego en beneficio
de los huicholes.
Una vez
pasadas las pruebas establecidas por los dioses, el alma del difunto arribará
al lugar en donde se encuentran los antepasados y demás muertos, quienes
organizan una celebración alrededor de un árbol sagrado.
En la
fiesta todos bailan, comen y beben tesgüino. Al momento en que todos están borrachos,
el curandero-mara’akáme atrapa el alma del muerto y, auxiliado por un espíritu,
la lleva hasta donde se encuentran sus familiares que lo reciben llorando y le
dan la bienvenida.
Los
parientes le preparan una sabrosa comida y le ofrecen todas las cosas que al
muertito le gustaban cuando vivía. Después de que el alma ha saboreado la
sabrosa comida, se despide y emprende su última partida.
Pasados
cinco años, el alma toma la apariencia de un cristal de roca y regresa a la
Tierra a visitar a los suyos, quienes no lo han olvidado y siempre le rezan en
al altar doméstico con mucho cariño.
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