Había una vez un Señor muy querido por
todos los habitantes de El Mayab, porque era el único que podía curar todas las
enfermedades. Cuando los enfermos iban a rogarle que los aliviara, él sacaba
una piedra verde de su bolsillo; después, la tomaba entre sus manos y susurraba
algunas palabras. Eso era suficiente para sanar cualquier mal.
Pero
una mañana, el Señor salió a pasear a la selva; allí quiso acostarse un rato y
se entretuvo horas completas al escuchar el canto de los pájaros. De pronto,
unas nubes negras se apoderaron del cielo y empezó a caer un gran aguacero. El
Señor se levantó y corrió a refugiarse de la lluvia, pero por la prisa, no se
dio cuenta que su piedra verde se le salió del bolsillo. Al llegar a su casa lo
esperaba una mujer para pedirle que sanara a su hijo, entonces el Señor buscó
su piedra y vio que no estaba. Muy preocupado, quiso salir a buscarla, pero
creyó que se tardaría demasiado en hallarla, así que mandó reunir a varios
animales.
Pronto
llegaron el venado, la liebre, el zopilote y el cocay. Muy serio, el Señor les
dijo:
Necesito
su ayuda; perdí mi piedra verde en la selva y sin ella no puedo curar. Ustedes
conocen mejor que nadie los caminos, las cavernas y los rincones de la selva;
busquen ahí mi piedra, quien la encuentre, será bien premiado.
Al
oír esas últimas palabras, los animales corrieron en busca de la piedra verde.
Mientras, el cocay, que era un insecto muy empeñado, volaba despacio y se
preguntaba una y otra vez:
¿Dónde
estará la piedra? Tengo que encontrarla, sólo así el Señor podrá curar de
nuevo.
Y
aunque el cocay fue desde el inicio quien más se ocupó de la búsqueda, el
venado encontró primero la piedra. Al verla tan bonita, no quiso compartirla
con nadie y se la tragó.
¿Aquí
nadie la descubrirá? se dijo? A partir de hoy, yo haré las curaciones y los
enfermos tendrán que pagarme por ellas.
Pero
en cuanto pensó esas palabras, el venado se sintió enfermo; le dio un dolor de
panza tan fuerte que tuvo que devolver la piedra; luego huyó asustado.
Entre
tanto, el cocay daba vueltas por toda la selva. Se metía en los huecos más
pequeños, revisaba todos los rincones y las hojas de las plantas. No hablaba
con nadie, sólo pensaba en qué lugar estaría la piedra verde.
Para
ese entonces, los animales que iniciaron la búsqueda ya se habían cansado. El
zopilote volaba demasiado alto y no alcanzaba a ver el suelo, la liebre corría
muy aprisa sin ver a su alrededor y el venado no quería saber nada de la
piedra; así, hubo un momento en que el único en buscar fue el cocay.
Un
día, después de horas enteras de meditar sobre el paradero de la piedra, el
cocay sintió un chispazo de luz en su cabeza:
?¡Ya
sé dónde está! ?gritó feliz, pues había visto en su mente el lugar en que
estaba la piedra. Voló de inmediato hacia allí y aunque al principio no se dio
cuenta, luego sintió cómo una luz salía de su cuerpo e iluminaba su camino. Muy
pronto halló la piedra y más pronto se la llevó a su dueño.
Señor,
busqué en todos los rincones de la selva y por fin hoy di con tu piedra, le
dijo el cocay muy contento, al tiempo que su cuerpo se encendía.
Gracias,
cocay le contestó el Señor veo que tú mismo has logrado una recompensa. Esa luz
que sale de ti representa la nobleza de tus sentimientos y lo brillante de tu
inteligencia. Desde hoy te acompañará siempre para guiar tu vida.
El
cocay se despidió muy contento y fue a platicarles a los animales lo que había
pasado.
Todos
lo felicitaron por su nuevo don, menos la liebre, que sintió envidia de la luz
del cocay y quiso robársela.
Esa
chispa me quedaría mejor a mí; ¿qué tal se me vería en un collar? pensó la
liebre.
Así,
para lograr su deseo, esperó a que el cocay se despidiera y comenzó a seguirlo
por el monte.
¡Cocay!
Ven, enséñame tu luz, le gritó al insecto cuando estuvo seguro de que nadie los
veía.
Claro
que sí, dijo el cocay y detuvo su vuelo. Entonces, la liebre aprovechó y ¡zas!
le saltó encima. El cocay quedó aplastado bajo su panza y ya casi no podía
respirar cuando la liebre empezó a saltar de un lado a otro, porque creía que
el cocay se le había escapado.
El
cocay empezó a volar despacio para esconderse de la liebre. Ahora, fue él quien
la persiguió un rato y en cuanto la vio distraída, quiso desquitarse. Entonces,
voló arriba de ella y se puso encima de su frente, al mismo tiempo que se
iluminaba. La liebre se llevó un susto terrible, pues creyó que le había caído
un rayo en la cabeza y aunque brincaba, no podía apagar el fuego, pues el cocay
seguía volando sobre ella.
En
eso, llegó hasta un cenote y en su desesperación, creyó que lo mejor era
echarse al agua, sólo así evitaría que se le quemara la cabeza. Pero en cuanto
saltó, el cocay voló lejos y desde lo alto se rió mucho de la liebre, que
trataba de salir del cenote toda empapada.
Desde
entonces, hasta los animales más grandes respetan al cocay, no vaya a ser que
un día los engañe con su luz.
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