Luego de ser considerado como “la tumba de millones de
pesos arrancados a la Nación”, porque no se lograba terminar su edificación, el Palacio de Bellas Artes a
sus 81 años es considerado la máxima casa de la cultura en México.
Tres
décadas tardó la construcción del edificio, desde que se puso la primera piedra
el 1 de octubre de 1904, hasta el 10 de marzo de 1934, cuando se dieron por
terminadas las obras.
Durante
este tiempo el recinto de mármol fue testigo de “una transformación radical de
la sociedad” que se refleja también en su arquitectura, según relató el
escritor José Gorostiza, en un informe escrito a petición del ingeniero Alberto
J. Pani y el arquitecto Federico E. Mariscal.
Este
texto se presentó en 1934 a Marte R. Gómez, entonces secretario de Hacienda y
Crédito Público, para dar cuenta de la culminación del inmueble; su
reproducción facsimilar fue publicada en 2007, en una coedición de Siglo XXI
Editores y el Instituto Nacional
de Bellas Artes.
Gorostiza
destaca tres épocas constructivas
del Palacio de Bellas Artes, las cuales “corresponden
exactamente a tres fases del desarrollo político” de ese tiempo, a decir del
autor de Muerte
sin fin.
La primera comienza en 1904 cuando Porfirio Díaz encarga
su construcción, la cual estaba planeada para ser concluida en 1910 y así
formar parte de las obras con las que se celebraría el centenario de la
Independencia.
“En
todo el edificio, pero señaladamente en el exterior, quedó inscrito mucho del
espíritu de esa época–su confianza ciega, su inconsciente banalidad, su
bienestar sin raíces, su gusto por la ornamentación ostentosa y complicada”,
dice en el informe.
Asimismo,
el proyecto se originó para restaurar el antiguo Teatro Nacional, antes Teatro
Santa-Anna, y que se encomendó al arquitecto italiano Adamo Boari, autor
también del Palacio de Correos, ubicado justo en frente.
Gorostiza cuenta que Boari estimó el costo del edificio
al compararlo con teatros como los de Dresde, Budapest y Frankfurt.
En ese entonces, se previó que costara 28 pesos por metro
cúbico, con un presupuesto total de 4 millones 200 mil pesos, de los cuales
Boari recibiría 4 por ciento como honorarios. Pero, lo construido hasta 1913,
que era apenas la mitad, requirió una inversión de 12 millones de pesos.
El
hundimiento evidente del palacio viene desde su edificación, “por un
error consistente en cargar más de dos kilos por centímetro cuadrado,
excediendo considerablemente en esta forma el coeficiente de la resistencia del
subsuelo”, señala Gorostiza.
Para
intentar subsanar esta situación, hasta agosto de 1911 se habían aplicado 20
inyecciones de una mezcla de cemento y lechada de cal de grasa, que sumó 950
toneladas de cemento.
El
mármol del basamento proviene de Tenayo, Morelos y las canteras de Buena Vista,
Guerrero, en los que se invirtieron más de 800 mil pesos de aquél entonces.
Las
columnas pilastras, balcones y demás ornamentos de mármol blanco de Carrara,
que costaron 1 millón 200 mil pesos. Las esculturas y detalles en mármol y
cobre de la fachada e interiores, fueron encomendadas a escultores como
Leonardo Bistolfi, Gianetti Fiorenzo, Geza Maroti y Agustín Querol.
El
icónico telón de cristal, que pesa 22 toneladas, fue realizado en quince meses
por los Tiffany Studios de Nueva York, y costó tan sólo 95 mil pesos de aquella
época.
Gorostiza
distingue una segunda etapa a partir de 1913, año en que se interrumpe la
construcción hasta 1932.
“Varias
veces se intentó continuar la obra, pero puede decirse que en este largo
periodo sólo se atendió en realidad a conservar lo construido”, indica el autor.
Sin embargo, en 1919 el entonces Presidente Venustiano
Carranza propuso reanudar los trabajos, dirigidos por el arquitecto Antonio
Muñoz G, con el fin de que la sala de espectáculos pudiera utilizarse el año
siguiente, en que el mandatario murió y se tuvieron que interrumpir de nuevo.
Casi una
década más tarde, a petición de Eduardo Hay, subdirector de Comunicaciones y
obras públicas, se abrió una convocatoria para dar fin a las obras, “sobre la
base de abandonar todo propósito de lujo”.
Entonces se
dedicaron a adecuar el exterior que estaba casi terminado, con lo que se
arreglaron los jardines, se pavimentó la terraza del pórtico con losas de
mármol y de granito noruego que se tomaron de las obras del Palacio Legislativo,
mientras que al interior se acondicionaron los palcos de la sala de
espectáculos.
En 1930 se encomendó al arquitecto Federico Mariscal un
proyecto para la terminación del inmueble, pero al año entrante se declaró “en
suspenso”, por no incluir en los ingresos de ese año el millón de pesos que se
necesitaba.
La última
fase se ubica entre 1932 y 1934, cuando adquiere el nombre de Palacio de Bellas Artes, para ser un espacio incluyente
que abarcara todas las disciplinas artísticas, como el arte popular y la
literatura.
Mariscal
modificó el proyecto original de Boari “por ciertos errores que determinaron su
excesivo costo”, además de que ya tenían la herencia de la época porfirista.
Entonces se
propuso que el Palacio de Bellas Artes se integrara por el
Teatro Nacional–hoy la Sala Principal–, un Museo de Artes Plásticas, una
sala de conferencias, una sala de exposiciones temporales, el Museo del Libro y
Biblioteca, el Museo de Artes Populares y un restaurante.
Durante
esta época, Pani adquirió varias obras en Londres, entre las que se encuentra Adán y Eva de Lucas Cranach el viejo, y San Simón de Velázquez.
La inversión en estos años fue de 6 millones 501 mil 868
pesos, con lo que se adquirió el mobiliario, el servicio telefónico y el
material de construcción necesario, entre otros.
El Palacio de Bellas Artes fue
inaugurado el 29 de septiembre de 1934 por el entonces Presidente Abelardo L.
Rodríguez. Esa noche se presentó La
verdad sospechosa de Juan Ruiz de Alarcón, interpretada por la compañía
de María Teresa Montoya.
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