Mi nombre es Pedro K’in.
Nací en Lacanjá Chansayab, en la selva chiapaneca, en donde vivimos los indios
hach winik, los lacandones. Tengo ocho años de edad. Todos los días ayudo a mi
padre en los trabajos del acahual, donde crece el maíz que nos permite
sobrevivir. Por las tardes, labramos dioses de barro para nuestros
rituales y para vender a los turistas que llegan a visitar nuestra aldea.
Después del trabajo, cuando el Sol empieza a ponerse, todos los chiquillos
vamos con el abuelo más anciano del pueblo, para oírle relatar las historias y
los mitos de nuestros antepasados. Ayer, Hatz’k’uh, Rayo de Sol, nos platicó
acerca del universo y de los mundos anteriores al actual. Nos dijo que el mundo
está constituido por tres espacios verticales:
En la parte media se
encuentra la Tierra, donde vivimos los indios en comunidad para llevar una vida
organizada socialmente. Aquí, en la Tierra, nacemos y morimos; aquí, en la
Tierra, adoramos a nuestros dioses y les celebramos fiestas y rituales, porque
sin ellos no subsistiríamos; aquí, en la Tierra, sembramos nuestro sagrado
maíz.
En la parte baja, hacia
el oeste, se encuentra el Inframundo, Yalam Lu’um, habitado por el perverso y
malvado Kisin, el Dios de la Muerte y de los Terremotos, quien fuera expulsado
del Cielo por querer equipararse con el Creador. Cuando Kisin se enoja
patea la ceiba central del universo y se producen terribles temblores. Al
Inframundo llegan las almas de los muertos para ser juzgados por Sukunkyum;
divinidad que mira fijamente a los ojos de los muertos para saber los pecados
que han cometido durante su estancia en la Tierra. Si en los ojos el dios ve
que el muerto cometió incesto, mintió, robó o asesinó a alguien, envía el alma
a Kisin para que lo castigue como corresponde. Sukunkyum, cuyo nombre
significa Hermano Mayor de Nuestro Señor, aparte de ser uno de los dioses del
Inframundo, también es el guardián del Sol. Cuando al atardecer el Sol
desciende, débil y torpe, al mundo subterráneo para morir, el Hermano Mayor le
alimenta y le proporciona descanso para que pueda volver a resurgir al día
siguiente.
En el Inframundo también
reina el dios Menzabak, dios de la lluvia, quien cuida las almas de los muertos
y crea las nubes negras que traen la lluvia; por eso se le llama El Hacedor de
Polvo, porque las nubes las hace con un polvo negro que entrega a sus ayudantes,
los hanakak’uh, los dioses de la casa del agua, quienes con una pluma de
guacamaya esparcen el polvo en las nubes, para que se ennegrezcan y brote la
lluvia. Los hanakak’uh representan los rumbos sagrados: Bulha'kilutalk'in,
“aguas que inundan desde donde viene el Sol”, se encuentra en el este;
Ch'ik'ink 'uh, “el dios que se come al Sol”, está en el oeste; Xamán,
vive en el norte; Nohol, en el sur; Tseltsel Xamán, mora en el noreste; y
Tseltsel Nohol, en el sureste. Cuando Kisin monta en cólera, insulta a estos
responsables de la lluvia y de los truenos; levanta su blanca túnica y les
enseña el trasero; todos sabemos que es muy grosero e irrespetuoso. Dice
Hatz’k’uh, el narrador, que aparte de los dioses principales, en el Inframundo
viven otras deidades menores que cultivan las milpas para abastecer
de alimento a las deidades.
El abuelo Hatz’k’uh nos contó que muy arriba de la Tierra se encuentra el espacio donde viven los dioses, el Ka’an, el Cielo, como le llaman ustedes los blancos. En este hermoso sitio reina el dios de todos los dioses: K’akoch, el supremo creador del mundo y del Sol, y se encuentra Akyantho’, el dios de los extranjeros y del comercio, a quien debemos la existencia de la medicina, las bebidas alcohólicas, y la enfermedad. Akyantho’ les dio la vida a los hombres blancos; vive al oriente de la selva y está casado, por segunda vez, con una mujer blanca, lo que no le impide mantener relaciones sexuales con la mujer de Hachakyum, su hermano.
Todos los dioses están acompañados de sus esposas, que son como un reflejo de ellos. Llevan el mismo nombre, pero con el prefijo –u na’il antepuesto, como por ejemplo la diosa U Na’il Hachakyum, esposa de Hachakyum, Nuestro Verdadero Señor, creador de los lacandones, y hermano de Sukunkyum. Aclaro que las diosas hembras tienen tanta importancia en nuestra religión como los dioses machos.
Es importante que
mencione que el orden riguroso de estos tres niveles mantiene la armonía del
universo, sin la cual toda nuestra existencia se transformaría en un absoluto y
total caos. Por cierto que antes de este mundo existieron cuatro. Como los
hombres no le rezaban lo suficiente a Hachakyum el dios se enfadó y, en su ira,
envió a los Muchachos Rojos a la Tierra para que produjeran un viento
fortísimo, así como grandes lluvias que inundaron la selva. Todos los
lacandones encontraron la muerte; solamente unos cuantos, a quienes el yerno
del dios ayudó a hacer un cayuco, se salvaron junto con algunos animales y
plantas. Hachakyum envió un Sol nuevo cuando cesó de llover. Este astro
incendió la Tierra, la secó y creó una nueva selva donde los indios se
reprodujeron por segunda vez. Sin embargo, los humanos volvieron a fallar en
los rezos y en los ritos que le debían hacer al Creador y, en castigo, el dios
provocó un eclipse que ocasionó que los monstruos terrestres y los celestiales
devoraran a los hombres. Los pocos humanos que sobrevivieron fueron llevados a
Yaxchilán, y degollados en los sitios en donde los dioses vivían. El dios
Ts’ibatnah, El que Pinta la Casa, decoró las divinas moradas pintándolas
con la sangre de los muertos. Entonces, Hachakyum decidió crear el cuarto Sol,
fue entonces cuando las almas de los muertos recibieron la orden de despertar y
volver a poblar el mundo. Actualmente vivimos en este cuarto Sol.
Todas las veces que el
mundo se destruyó, el creador, muy enojado, cubría al Sol con su túnica y
los jaguares cósmicos bajaban a la selva y devoraban a los hombres. Cuando el
dios se calmaba, gracias a algún miembro apaciguador de su familia, todo volvía
a la normalidad: las almas de los dioses resucitaban, el dios encerraba a
los jaguares bajo la Tierra, y colocaba un nuevo Sol. Pero un día se producirá
el último cataclismo llevado a cabo por el Sol y los jaguares cósmicos; sólo
las plegarias a la diosa Luna podrán, tal vez, detener tal destrucción. Pero
aún antes de que se produzca dicha destrucción, los dioses ya no habitan
la selva, huyeron de ella; por eso, los hombres viven sin protectores; lo que
los ha llevado a aprender a morir solos, a luchar contra las enfermedades, la
sequía y las inundaciones, sin el consuelo de la ayuda divina.
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