Había en tiempos pasados al norte de
Valladolid, hoy Morelia un pueblo de pocas almas llamado “De los Urdiales” con
su iglesia churrigueresca y su cementerio poblado de cipreses, en torno del
cual se sembraban los campos vecinos que se extendían a los lados del río
Grande. El panorama era incomparable.
El altísimo monte Quinceo hundiendo
su cumbre entre las nubes, sirve de fondo al paisaje. Por todos lados los
sauces y fresnos mirándose en las limpias aguas que corre manso de oriente a
poniente. Los campos del valle coronados de doradas espigas y esmaltados
girasoles, rosas de San Juan, Estrellas de San Nicolás y de Cinco Llagas. Las
puestas del sol tras las cadenas de azules montañas, encendiendo las nubes y
tiñéndolas de oro y grana, dan al ambiente una transparencia que encanta y
subyuga el alma.
Allí vivía en cómoda casa señorial el
administrador de la hacienda del “Quinceo” que dista muy poco de ese lugar. Era
don Juan de la Cadena Figueroa, de esos hidalgos arruinados que se venían de
España a México a trabajar para reponer sus caudales, ya por medio del trabajo,
ya contrayendo matrimonio con la única hija del hombre dueño de una hacienda
rica, que era lo más frecuente. En este caso se hallaba Juan de la Cadena,
había sido ocupado en calidad de administrador, a poco de haber llegado de
España, por don Pedro de la Coruña, conde de la Sierra Gorda, residente de
Valladolid.
Tenía don Pedro una hija muy bonita,
alta, delgada, rubia, de ojos azules, mejillas como pétalo de rosas, flexible,
esbelto como una palma, de alma pura y delicada de serena y musical palabra,
diestro en las labores de mano como en el cuidado del rango y de su casa. Don
Pedro se miraba en la niña de sus ojos y la cuidaba en extremo. Pocas tertulias
y muy escogidas, raras salidas a pie, casi sólo para ir a misa y al coro del
vecino Templo de las Rosas. Muchos paseos por los pintorescos alrededores de la
ciudad, pero en coche y sin detenerse, constituían la sal de la vida de doña
Luz de la Coruña, condesa de la Sierra Gorda. El iluso administrador don Juan
de la Cadena, puso sus atrevidos ojos en la belleza de su noble señora, sin ver
que aparte de ser un pobrete su alcurnia distaba mucho de la de doña Luz y que
por tanto, para pretenderla, era preciso cuando menos contar con una fortuna
igual a la suya. Para obtener esa fortuna no perdía medio lícito o ilícito.
Sembraba y cosechaba abundantes mieses que luego vendía oportunamente caras en
el mercado. Criaba y cebaba ganado de donde sacaba pingües ganancias. Cultivaba
una hermosa raza de caballos Árabes que había traído de España y que en todas
las ferias del país vendía a los mejores precios. Prestaba dinero a rédito
bastante elevado que dándose luego con los ranchos y casas que servían de garantía,
en caso de no poder el deudor pagar el dinero prestado. Más no era esto todo lo
más grave, sino que por mucho tiempo, por esto o por aquello, había rebajado en
las rayas de los peones de la hacienda que administraba, medio real. Al señor
conde le decía que aquel medio era un ahorro que cada peón quería hacer para
casarse, curarse o satisfacer cualquier otra necesidad que a lo mejor se le
ofreciese. Y en seguida aquel dinero iba a dar a la usura.
De modo que al cabo de algún tiempo,
logró hacer un caudal bastante considerable para poder presentarse como
pretendiente de la mano de doña Luz de la Coruña, condesa de la Sierra Gorda.
Sin embargo, el pobre administrador,
aunque hidalgo de la montaña de Santander, no podía presentar títulos que
compitiesen con los claros timbres de los señores de la Coruña. Así es que
cuando intentó pedir al señor conde la mano de su hija, le fue negada
rotundamente a pesar de sus caudales y no sólo eso, sino que fue hasta destituido
de la administración de la hacienda. Este desengaño le impreciono tanto que
poco a poco fue languideciendo, hasta que cayó en cama preso de mortal
dolencia. Recibió los últimos auxilios espirituales y antes de que pudiera
restituir lo que había quitado injustamente a los demás, falleció en una noche
de tormenta.
Pasó algún tiempo. Los herederos del administrador
vendieron su herencia para volver a España, dejando la casa señorial que
ocupaba en el pueblo de los Urdiales. Todo el mundo la designaba con el nombre
de: “La casa del usurero” De entonces acá, estuvo siempre cerrada con sus zaguán
asegurado, mostrando amenazantes mascarones de enmohecido bronce. Más en las
noches de tormenta, cuando el viento zumbaba entre los árboles y cipreses del
cementerio, cuando las nubes derrochaban torrentes de destructora agua, se
iluminaba la casa, se abría el zaguán asegurado y aparecía la sombra de Juan de
la Cadena montado en su caballo blanco y gritando con una voz apagada y fría: “Vengan
hombres por su medio” y así caminaba hasta el Quinceo gritando sin que nadie
acudiese a su llamado.
Al cabo de una hora volvía a la casa
De los Urdiales, al sonar el viejo reloj de la catedral la una de la madrugada.
Se metía en la casa dando su último y destemplado grito al viento y cerrándose tras
él, la puerta con sus amenazantes mascarones de oxidado bronce. Y solo quedaba
el silencio…
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